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Artículo del libro La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos

La nueva economía y política de la globalización

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En el comercio y las finanzas, el período posterior a la Segunda Guerra Mundial se definió con la creación y el funcionamiento del Orden Económico Internacional Liberal, que hoy parece adentrarse en un período de gran incertidumbre. Este artículo, centrado en el comercio internacional, pretende identificar las fuentes de los cambios fundamentales que tienen lugar en las principales economías alineadas con este orden (la transición de una economía industrial a una postindustrial y la globalización de las estructuras de producción), así como de las transformaciones en sus fundamentos políticos: en el ámbito nacional, el surgimiento del populismo antiglobalización y, en el ámbito internacional, el surgimiento de China como superpotencia mundial.

«Aquí está pasando algo.

El qué no está del todo claro».

Stephen Stills, «For What It’s Worth» (1966)

Alrededor de setenta años después de la creación, expansión y consolidación de un orden económico liberal internacional (OELI), parece que estamos entrando en un período de gran incertidumbre sobre el futuro de ese sistema. La Ronda o Agenda de Doha para el Desarrollo no está más cerca de su conclusión de lo que lo estaba en noviembre de 2001 (cuando se produjo la declaración ministerial de Doha); dos importantes acuerdos regionales que buscan una mayor integración económica parecen estar en un punto muerto, el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (conocido como TTIP, por sus siglas en inglés) y el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (o TTP, por sus siglas en inglés), y puede que lo más sorprendente de todo sea que el Reino Unido ha iniciado un proceso que podría desembocar en su salida de la Unión Europea (algo que quizá haya socavado la unidad del país). A estos acontecimientos se los ha relacionado, de una forma u otra, con el auge del populismo antiglobalización en casi todos los países avanzados del OELI. No está nada claro que dichos sucesos constituyan un cambio fundamental en la dinámica subyacente de la globalización, ni tampoco si los eventos económicos y políticos guardan una relación superficial, pero la existencia de estos vínculos es lo bastante verosímil como para que valga la pena prestarles más atención.

Sin embargo, antes de entrar en materia, conviene que recordemos el gran éxito que ha supuesto el OELI posterior a la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Ahora sabemos que el proteccionismo (y la ley de aranceles de HawleySmoot en particular) no provocó la depresión (Eichengreen, 1989), pero somos conscientes de que el comercio internacional fue un elemento clave del rápido crecimiento que caracterizó al primer período de la posguerra en Europa (Eichengreen, 2007). Mientras que la primera oleada de globalización moderna descansaba en una restricción democrática débil en los países avanzados, el OELI del período posterior a la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial se vio sujeto a dicha restricción a través de los amplios estados de bienestar en esos países (Bordo et al., 1999; Ruggie, 1982). En los primeros años de la posguerra, la globalización se centró en el comercio. La liberalización de los controles sobre el capital en los países avanzados no fue adoptada ampliamente hasta la década de 1980, y los flujos migratorios internacionales solo empezaron a acercarse a los de finales del siglo XIX en la segunda década del XXI. En cambio, la base institucional del comercio liberal y el comercio en sí, se extendieron cada vez más a países y bienes. Durante ese mismo período, las instituciones que respaldaban el comercio liberal evolucionaron para proporcionar relaciones comerciales cada vez más basadas en reglas (Jackson, 2000 y 2006; Weiler, 2001). La joya de la corona de este sistema es la estructura institucional, en particular el mecanismo de resolución de disputas creado en la Ronda de Uruguay, pero la legislación tiene un alcance mucho más general (Lang y Scott, 2009; Palmeter, 2000). Quizá resulte sorprendente, pero pese a la creciente oposición al OELI todavía no ha abandonado nadie el compromiso con ese orden.

La cuestión de la existencia de un cambio fundamental en la economía política de la globalización pasa por el cambio tanto económico como político. Se analizará brevemente cada uno de estos aspectos y se finalizará con algunas conjeturas sobre el futuro de la globalización liberal. Todo el artículo se centrará, especialmente, en el comercio internacional.

¿Qué cambió?

La economía

Como consecuencia de la destrucción durante la conflagración y la reconstrucción de posguerra mediante el acercamiento a la frontera tecnológica (fundamentalmente estadounidense), los programas de aranceles de las economías avanzadas ya no estaban íntimamente relacionados con sus fundamentos económicos y sus economías políticas. Esto significó que reducir los aranceles podría ser relativamente fácil. Sin embargo, el dominio de las élites prebélicas y sus actitudes políticas proteccionistas implicaban que este sencillo paso no era tan fácil de dar. El problema fue superado de dos formas. Quizá lo más importante era que las políticas comerciales estaban relacionadas con la política exterior de la Guerra Fría, lo cual permitió que dichas políticas fueran gestionadas como una tarea tecnocrática asociada con el papel del Estado en materia de política exterior, y no como parte de las políticas públicas de una democracia electiva. Además, la tarea tecnocrática fue concebida como «un intercambio de concesiones sustancialmente equivalentes». Es decir, que la lógica subyacente a la liberalización era mercantilista, lo que, desde el punto de vista político, resultaba más fácil de vender a parlamentos todavía acostumbrados a considerar el comercio en esos términos. En consecuencia, los países avanzados redujeron considerablemente los aranceles por medio de las primeras cuatro rondas de negociación del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (conocido como GATT, por sus siglas en inglés) (Bown e Irwin, 2016); véase el gráfico 1.

Fuente: Elaborado por los autores basándose en unos niveles promedio de aranceles para Estados Unidos, la Comunidad/Unión Europea y Japón. Véase el texto para la exposición. Estimación retrospectiva de un nivel promedio de aranceles del 21,8 por cierto anterior al GATT de 1947 basado en una asunción de un límite superior a un recorte de los aranceles de un 21 por cierto en la primera ronda (Ginebra). Asumir un recorte de los aranceles de un 12 por ciento en la primera ronda (Ginebra) implicaría una estimación retrospectiva de un nivel promedio de aranceles antes del GATT de 1947 de un 20,5 por ciento.

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No obstante, el éxito inicial en la reducción de los aranceles en dichos países y la profunda relación del GATT con la Guerra Fría, dieron lugar a una creciente presión, según el lenguaje usado para identificar dinámicas problemáticas en el programa de integración europea, a ampliarlo (extenderlo a nuevos bienes y a naciones que no pertenecían al núcleo de países avanzados) y profundizarlo (ampliar sus disposiciones a las barreras no arancelarias). De la Ronda Kennedy en adelante, esto último implicó asuntos cada vez más «constitucionales». Aunque este proceso acabó dando lugar a la creación de la Organización Mundial del Comercio (OIC), especialmente en el contexto de unos miembros cada vez más dispares, el enfoque tradicional con que se ha abordado la gestión multilateral del sistema mediante rondas, centradas cada vez más en asuntos constitucionales y una gestión casi judicial fuera de ellas, ha dado muestras de estar cada vez más agotado. A causa de los aranceles bajos en los países centrales y el compromiso de permitir desviaciones respecto de las disposiciones de la OIC para los demás países, los beneficios potenciales de las negociaciones tradicionales son modestos. En relación con los asuntos constitucionales y no arancelarios, el método de intercambio de concesiones resulta menos aplicable.

La transición hacia una economía política postindustrial es compleja e inquietante para la organziación social, política y económica de la economía política industrial.

El sistema del GATT/OIC fue creado por un grupo de estados desarrollados que, aunque eran muy diferentes, se caracterizaban por un conjunto de similitudes fundamentales. Todos ellos eran democracias capitalistas que estaban construyendo sus estados de bienestar, y basadas en economías industriales. Más adelante se hablará sobre los cambios ocurridos en el Estado de bienestar democrático, mientras que aquí se abordarán los cambios en las economías industriales. Todos los miembros originales del sistema del GATT/OIC eran lo que, en esa época y durante muchos años, se llamaban «economías industriales avanzadas» (EIA). Durante los primeros años del GATT, las negociaciones se centraron en la reducción de los aranceles sobre los bienes manufacturados; los bienes agrícolas fueron excluidos por razones políticas internas, y los países en vías de desarrollo fueron excluidos de la mayoría de las disposiciones del GATT por la creencia de que necesitaban un trato «especial y diferencial» (Irwin et al., 2008; Subramanian y Wei, 2007). Como todos los países avanzados consideraban que las manufacturas eran fundamentales para su dinámica macroeconómica, y en el sector en el que tenían una gran ventaja comparativa, el intercambio de concesiones relativas al comercio de bienes manufacturados era relativamente sencillo. El proceso de consolidación del GATT lo facilitó aún más el hecho de que buena parte del comercio que se daba entre los países avanzados era no solo de carácter interno (minimizando el «escape» hacia economías no pertenecientes a ese núcleo), sino intrasectorial. Esto no solo hizo más sencilla la comparación de las magnitudes de concesión, sino que se cree que tuvo unos costes de ajuste menores que los de los recortes de los aranceles intersectoriales. Ya he apuntado que el agotamiento de las liberalizaciones relativamente fáciles vinculadas con las primeras rondas hizo que las negociaciones fueran mucho más difíciles, a lo que cabe añadir que la transformación de las economías avanzadas constituye un reto todavía más importante. Me centraré aquí en dos cambios relevantes en el contexto económico de la negociación comercial: la posmodernización del núcleo de países avanzados y el surgimiento de una producción generalizada a escala global.

Al igual que la transición de una economía política agraria a otra industrial, la transición hacia una economía política postindustrial es compleja y perturbadora para la organización social, política y económica de la economía política industrial. Estos retos resultarían difíciles de gestionar en una economía cerrada, pero la íntima relación entre la posmodernización y la globalización ha hecho que la política de la globalización resulte confusa y conflictiva. El núcleo económico de la posmodernización es la transición hacia una economía cuya dinámica fundamental es impulsada por el sector de los servicios, algo reflejado en parte por el mayor porcentaje de empleo en este sector. Ello es fruto de tecnologías que permiten una producción más eficiente (que ahorra mano de obra) de las manufacturas, pero también lo respaldan y aceleran tecnologías que permiten obtener suministros a escala global. Es decir, el empleo industrial se reduce debido a la menor eficiencia local y a los márgenes más amplios para la externalización. Aunque esto, ciertamente, promueve una reconversión de las economías del núcleo del OELI hacia la producción de servicios en la que estas economías disponen de una ventaja comparativa, con los beneficios en materia de ingresos agregados que enfatizan los economistas especializados en el comercio, el paso de la industria a los servicios implica costes de ajuste que son mayores y que se comprenden menos que los cambios en el seno de la industria por el ajuste a anteriores liberalizaciones.

Al igual que los servicios son fundamentales para la economía posmoderna en general, también lo son para la economía global posmoderna y para la relación de las economías comerciales avanzadas con la economía global. El problema es que los servicios no se comprenden lo suficientemente bien y que, desde luego, no se miden con suficiente precisión para ser tratados bajo el mecanismo de intercambio de concesiones que funcionó tan bien en el caso del comercio de bienes manufacturados (Francois y Hoekman, 2010). Ello resultaría problemático aun cuando las principales barreras al comercio de servicios fueran arancelarias, pero además, las principales barreras para la integración de los mercados globales de servicios no son, por regla general, barreras al comercio, sino regulaciones nacionales adoptadas por razones que poco o nada tienen que ver con las políticas comerciales. Por lo tanto, no resulta sorprendente que la Ronda de Uruguay, que tanto éxito tuvo a la hora de potenciar el programa de creación de un marco jurídico para el comercio de bienes manufacturados, fuera incapaz incluso de ponerse de acuerdo sobre qué significaba exactamente el «comercio de servicios» (Drake y Nicolaïdis, 1992; Panizzon et al., 2008). El Acuerdo General de Comercio de Servicios (o GATS, por sus siglas en inglés), que identifica cuatro «modos» de comercio de servicios —aunque, desde el punto de vista técnico, forma parte del compromiso único—, implicó solo unos compromisos muy débiles (Adlung y Roy, 2005; Borchert et al., 2014; Hoekman, 1996); véase la tabla 1.

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La empresa moderna arquetípica era grande y concentraba la producción para aprovechar las economías de «escala y alcance» (Chandler, 1977 y 1994). Esta concentración ahorraba costes de transporte, pero lo más importante es que permitía que la dirección controlara de forma eficiente procesos complejos aprovechando los avances en el uso de la información (Yates, 1989). Las exportaciones de estas grandes empresas concentradas fueron el foco de las primeras rondas de negociaciones del GATT. Los avances tanto en el transporte como en la tecnología de la información/comunicación, así como más en general, la creación de la economía posmoderna, han servido para transformar las relaciones comerciales globales. Estas tecnologías han permitido tanto el surgimiento de empresas pequeñas y flexibles, sobre todo en el sector de los servicios (Rajan y Zingales, 2000 y 2001), como la aparición y rápida expansión de empresas muy grandes dedicadas a la producción y distribución de ámbito global (Baldwin, 2016). Como argumenta Baldwin (2014), esto modifica de forma primordial el contexto del régimen comercial. Allí donde el comercio se basaba principalmente en productos acabados (o en bienes intermedios acabados), la reducción de los aranceles (y de otras barreras al comercio de esos bienes) fue el objetivo clave de aquellos que buscaban un OELI. Sin embargo, cuando la finalidad de las empresas es construir una estructura global de producción, una parte esencial de semejante estructura consiste en aplicar una tecnología propia (de producto, proceso y gestión) a una estrategia corporativa que implique una combinación compleja de exportación, inversión directa y contratación a distancia (aquí como parte del proceso general de producción, y no como el intercambio final de un producto). Así pues, la necesidad no es tanto la de un libre intercambio de mercancías, sino la creación de un entorno en el que las finanzas, los servicios, la información y los insumos intermedios puedan intercambiarse de manera eficaz y segura. Aunque las empresas involucradas en la organización global de la producción siguen teniendo interés en las disciplinas de las políticas tradicionales de comercio, están mucho más interesadas en un entorno con buena protección de los derechos de propiedad, comunicaciones fiables y marcos regulatorios acordes con el libre mercado. Como la Organización Mundial del Comercio (OMC) no está —y probablemente no pueda estar— centrada en estos asuntos, se está tratando de solucionarlos por medio de profundos acuerdos comerciales preferenciales, cuya coherencia con el orden multilateral no está clara.

El tercer gran golpe a la economía global, junto con la posmodernización y la producción plenamente global, es el surgimiento de China como gran potencia política y económica. Tras décadas de una política agresivamente igualitaria y contraria al mercado, China empezó a reformar su economía muy a finales de la década de 1970 y potenció aún más las políticas orientadas al mercado a finales de la década de 1980 y en la de 1990, lo que acabó conduciendo a su ingreso en la OMC en diciembre de 2001 (Brandt y Rawski, 2008; Naughton, 2017). El resultado fue un crecimiento, literalmente, sin precedentes, que promedió un 9,7 por ciento anual entre 1978 y 2016 (datos del Banco Mundial en internet). Ello se vio acompañado de una importante transformación de la economía a medida que China se convertía en el mayor fabricante y el mayor exportador del mundo, un proceso que en gran parte se ha dado en la última década. Al igual que pasó con el crecimiento en Europa tras la Segunda Guerra Mundial, el comercio internacional desempeñó un papel fundamental como impulsor de esta transición. Sin embargo, tal y como sucedió en el caso de otras economías con fuerte crecimiento y en transición (principalmente en Asia y Europa del Este), y al contrario que en el caso de la Europa de la posguerra, gran parte del crecimiento de las exportaciones se debía a la participación en cadenas de valor globales con base en Estados Unidos, Europa o Japón (Baldwin, 2016). De este modo, la posmodernización, las cadenas de valor globales y el crecimiento de las exportaciones chinas forman, todos ellos, parte de un único conjunto que está transformando las economías políticas tanto nacionales como globales. Cada uno de ellos no solo supone presión para adaptar aspectos fundamentales de las economías nacionales e internacionales, sino que la compleja relación entre ellos hace que surjan preguntas difíciles sobre la forma que debería adoptar este ajuste. No sorprende que estas presiones económicas interactúen con cambiar en las circunstancias políticas para hacer que el futuro sea todavía más incierto.

La política

Una de las claves para la liberalización tras la guerra fue la aceptación generalizada de la política comercial como un componente de la política exterior de la Guerra Fría (Nelson, 1989). Es decir, junto con el respaldo a una mayor integración en Europa y la creación de un OELI general (basado en las instituciones de Bretton Woods y en el GATT) fue considerado fundamentalmente política, y no fundamentalmente económica. Como tal, en el plano interno de Estados Unidos, quedó en manos del Ejecutivo y fue tratada como una política tecnocrática, y no como parte de la pugna entre partidos. Además, en la Cámara de Representantes estadounidense la legislación comercial fue gestionada por el Comité de Formas y Medios, que en esa época estaba dominado por centristas. La combinación de un comercio cada vez más liberalizado y el fuerte desarrollo económico de la «era dorada» de la posguerra condujo a que las élites políticas aceptaran ampliamente los argumentos económicos, además de los políticos, en favor de la libertad de comercio. Con el final de la Guerra Fría y el derrumbe del sistema del Congreso para gestionar el comercio, en especial a raíz del debilitamiento del Comité de Formas y Medios ante la doble conmoción que supusieron la revuelta reformista tras el caso Watergate y la humillación pública a la que fue sometido el presidente de dicho comité, Wilbur Mills, este amplio consenso entre la élite, junto con un continuo compromiso del Ejecutivo, mantuvieron el respaldo político al programa de liberalización del comercio a través del GATT multilateral y después la OMC. Ese compromiso del Ejecutivo alcanzó un punto culminante durante el gobierno de Jimmy Carter y su representante de Comercio, Robert Strauss, pero ha decaído desde entonces, por regla general con mayor rapidez bajo los presidentes republicanos que bajo los demócratas. Sin la Guerra Fría, ni la protección institucional del comercio en el Congreso ni un Ejecutivo comprometido con el proceso de liberalización multilateral, ha resultado difícil liderar la OMC frente a los desafíos señalados en el apartado anterior.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Nelson-Ciudades-El continente más grande del planeta es completamente diferente a como era hace 20 o 30 años atrás. Ahora hay centros urbanos dinámicos con millones de habitantes y oportunidades comerciales ilimitadas.
El continente más grande del planeta es completamente diferente a como era hace 20 o 30 años atrás. Ahora hay centros urbanos dinámicos con millones de habitantes y oportunidades comerciales ilimitadas.
Es un axioma del análisis de la economía política que el bienestar material (es decir, económico) y los cambios que experimenta son los impulsores fundamentales de la política; de la política sobre asuntos económicos como la globalización y la posmodernización. Este axioma se nutre, ciertamente, de la credibilidad de la retórica en torno a las políticas públicas con respecto a esos asuntos. Más en concreto, en lo tocante a las políticas públicas de la globalización y de la posmodernización, el indicador básico de los costes y los beneficios del cambio económico y de las políticas que responden a dicho cambio es la evolución del mercado laboral (sus efectos sobre el empleo y los sueldos). Al evaluar estos efectos, es importante distinguir entre los efectos estructurales a largo plazo de tales cambios y los efectos a corto plazo de los ajustes. Los primeros deberían dar pie a políticas estructurales (por ejemplo, políticas comerciales), mientras que los segundos deberían configurar estrategias para hacer frente a los costes de ajuste.

El mercado laboral posmoderno también se caracteriza por una incertidumbre considerable.

En los mercados laborales de la era dorada de la posguerra, trabajadores moderadamente formados y principalmente varones blancos, encontraron empleos en el sector industrial con unos sueldos que podían sostener un estilo de vida propio de la clase media. La amplia sindicalización y el fuerte crecimiento de los principales sectores de la industria aseguraron sueldos elevados y estabilidad laboral. Además, el desarrollo del Estado de bienestar prometió proteger los ingresos ante una hipotética recesión económica. Este era el compromiso del «liberalismo integrado» que muchos, en la era posterior a la guerra, creían que había encontrado la forma de equilibrar las exigencias del capitalismo y la democracia (Blyth, 2002; Shonfield, 1965). A escala internacional, esto implicaba un equilibrio entre la soberanía y la interdependencia (Finlayson y Zacher, 1981; Ruggie, 1982). El mantenimiento de estos equilibrios significaba que había poco interés político en oponerse a que el mercado dictara a grandes rasgos la política económica nacional o a vínculos relativamente estrechos entre la economía nacional y la global. La ruptura de cualquiera de estos equilibrios podría poner en cuestión todo el sistema. Por lo tanto, al igual que el conjunto de factores señalado anteriormente (la posmodernización, la producción global y China) ha hecho que el funcionamiento del sistema multilateral sea más difícil y también ha modificado el entorno político en el que opera dicho sistema.

En lugar de que la mayor parte del empleo se concentre en la producción industrial, como sucedía en el mercado laboral moderno, el posmoderno tiende a dividirse en mano de obra cualificada y no cualificada del sector de los servicios (Emmenegger, 2012). En ambos casos, la mano de obra debe ser flexible frente a las demandas cambiantes, de tal modo que los trabajadores cualificados del sector servicios necesitan aptitudes generales que puedan aplicarse en un amplio abanico de sectores, y los trabajadores no especializados ocupan empleos de duración relativamente corta, poco exigentes en lo relativo a capacidades especializadas (Wren, 2013). Los primeros obtienen primas, mientras que los segundos no, y la creciente demanda de competencias generales está teniendo un efecto importante en la distribución de los ingresos (Autor, 2014; Goos et al., 2014; Michaels et al., 2013). Así pues, la posmodernización afecta de dos formas a la clase media con una escasa capacitación: por un lado, la productividad creciente permite que las empresas reemplacen mano de obra por capital, lo que da lugar a una producción relativamente constante de bienes manufacturados al tiempo que la participación de la fuerza de trabajo en la industria se ha desplomado, y, por otro, esos trabajadores solo pueden acceder a empleos con una remuneración baja en el sector de los servicios. Además, dado que los empleos en dicho sector, tanto los de alta como de baja cualificación, tienen requisitos mínimos de fuerza bruta, las mujeres tienen cada vez más la capacidad de competir por ellos en igualdad de condiciones con los hombres (Iversen y Rosenbluth, 2010). Por un lado, esto ha contenido el aumento de la desigualdad en el seno familiar, ya que el hogar con dos ingresos se ha convertido cada vez más en la norma; pero, por otro, los hombres se han encontrado en unos mercados laborales mucho más competitivos. Por último, tanto si hablamos de cualificación elevada como baja, el mercado laboral posmoderno también se caracteriza por una incertidumbre considerable (Brown et al., 2006).

Es posible que los sindicatos y los estados de bienestar hubieran podido enfrentarse a estas tendencias, pero ambas instituciones se han visto sacudidas por la posmodernización y la política. Los sindicatos son más fuertes cuando trabajadores con unas características laborales similares se concentran en grandes centros de trabajo y los gobiernos los apoyan. Ya hemos apuntado que cada vez menos trabajadores están empleados en tales lugares de trabajo, dado que los empleos del sector de los servicios se dan en empresas de menor tamaño con una mano de obra más flexible, mientras que las grandes compañías que todavía existen se caracterizan cada vez más por fuerzas de trabajo globales. Nada de esto facilita la tarea a los sindicatos. En principio, se podría oponer resistencia al declive de los sindicatos si los gobiernos se comprometieran a darles apoyo, pero lo más común ha sido lo contrario en todo el mundo (post)industrial. Entre los economistas existe un consenso amplio, aunque quizá no muy profundo, en el sentido de que el impulsor fundamental de la posmodernización es el cambio tecnológico, aunque está claro que, al igual que en el caso de la era dorada de la posguerra, la globalización ha desempeñado un importante papel complementario (Desjonqueres et al., 1999; Van Reenen, 2011).

Aunque la bibliografía sobre los efectos económicos de la posmodernización se centra abrumadoramente en las consecuencias estructurales (por ejemplo, los cambios en la renta nacional y su distribución) y apenas aborda los ajustes, la literatura sobre la respuesta ante la globalización (en especial el comercio y los movimientos migratorios) incluye amplias investigaciones tanto sobre el cambio estructural como sobre el ajuste, aunque no siempre está claro, en la presentación de dichos estudios, a cuál de ellos se está aludiendo. Al pensar en los efectos del comercio en el mercado laboral, debemos distinguir entre dos tipos de impacto: un gran incremento del comercio con países con sueldos bajos y un cambio en la estructura de las condiciones del comercio (es decir, el enorme aumento de la organización global de la producción). El relato habitual de los manuales sobre la respuesta de una economía nacional a los cambios de las relaciones del comercio incluye las principales herramientas necesarias para comprender los efectos estructurales (es decir, a largo plazo) relacionados con el primero de estos impactos.1 Desde 1990, las economías (post)industriales avanzadas han sido testigos de caídas importantes en el precio relativo de los bienes manufacturados exportados por economías en vías de desarrollo y en transición, un descenso que ha sido relacionado con los grandes incrementos en el volumen de las importaciones procedentes de esos países (Krugman, 2008; véase el texto alrededor de los gráficos 1 y 7). Como estos bienes habrían sido importables antes de la década de 1990 y, por consiguiente, estos cambios de los precios no implican un impacto negativo en la relación de intercambio, el efecto sobre los ingresos nacionales debería ser muy positivo. Es decir, los países ricos obtienen un descuento en los precios de los bienes que importan y pueden especializarse todavía más en la producción de sus productos destinados a la exportación. Por supuesto, los mismos modelos que respaldan esta conclusión también tienden a sugerir que podrían existir unos efectos distributivos considerables, desde los factores utilizados intensivamente en la producción de bienes importables hasta los utilizados intensivamente en la producción de bienes exportables.2 De hecho, esta relación es la base de buena parte de las investigaciones sobre la economía política de la política comercial. Aunque la mayoría de los intentos de cuantificar la magnitud de este efecto dan lugar a unas cifras bastante pequeñas —alrededor del 10-20 por ciento del aumento de la prima en función de la cualificación a partir de 2006—, Krugman (2008) ha señalado que estas estimaciones se basan en datos demasiado escasos para permitir de forma convincente el ajuste a largo plazo postulado por la teoría, y demasiado temprano para incorporar los grandes incrementos de las importaciones procedentes de países en vías de desarrollo y en transición.

Es probable que los mercados laborales del Siglo XXI se caracterices por unos ingresos decrecientes para los trabajadores no cualificados .

En el mismo artículo, Krugman (2008) expone el valioso argumento de que la organización global de la producción ha hecho que el análisis resulte más difícil. La elaboración de series de precios y de flujos de factores implícitos procede de definiciones de la industria que implican un grado relativamente alto de agregación. Lo que esto significa es que podemos observar un considerable comercio intrasectorial/intraempresarial norte-sur de bienes cuya producción usa combinaciones bastante diferentes de inputs (es decir, que son productos diferentes). Esto, por lo tanto, interfiere con la inferencia empírica basada en el modelo estándar. Por un lado, desde el punto de vista de una versión multifacética del modelo estándar, implica diferencias en el precio relativo de equilibrio de los factores (es decir, el comercio con economías con unos precios de los factores bastante distintos no tiene por qué conllevar ninguna presión a favor de la igualación de los precios de los factores); pero, por otro, si uno piensa en términos de comercio implícito en cuanto a los factores, el flujo implícito de mano de obra no cualificada puede ser considerablemente mayor de lo que solemos estimar.3 Por lo menos en este aspecto, si bien la dirección del efecto del comercio sobre la prima por cualificación no parece ser problemática, su magnitud no está nada clara. Además, dado que las economías avanzadas ricas se han ajustado a los cambios en los precios/volúmenes de comercios en cuestión, cualquier restitución de esos cambios daría lugar a una nueva ronda de redistribuciones (y a un descenso de los ingresos globales). Antes de regresar al asunto del ajuste, deberíamos señalar un efecto diferente de la producción organizada globalmente. Baldwin (2016) argumenta que el nuevo milenio ha sido testigo del surgimiento de una globalización cualitativamente nueva (la «segunda desagregación» de Baldwin) relacionada con la organización global de la producción consistente en la construcción de cadenas de valor que implican el intercambio de tecnología del norte por insumos más baratos procedentes del sur. Si bien esto es esencialmente coherente con la argumentación de Krugman previamente mencionada, también acarrea una asignación más inestable de tareas a lo largo de la economía global que afectaría a los trabajadores cualificados y no cualificados. Junto con la posmodernización, y en un grado considerable indistinguible de ella, es probable que los mercados laborales del siglo XXI se caractericen por unas ganancias decrecientes para los trabajadores no cualificados y una mayor incertidumbre en lo tocante al empleo y a los ingresos a lo largo de toda la cadena de valor y la estructura de tareas. Como veremos a continuación, esto podría favorecer el surgimiento de movimientos políticos populistas.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Nelson-China-LowCost-El trabajo realizado por estas mujeres en una fábrica textil en la provincia de Anhui, en China, es un claro ejemplo de empleos considerados low cost.
El trabajo realizado por estas mujeres en una fábrica textil en la provincia de Anhui, en China, es un claro ejemplo de empleos considerados low cost.
 

La economía política internacional se encuentra en un momento de transición.

Una de las dificultades de aprender de las investigaciones sobre el comercio y los mercados laborales es la diferencia, más o menos no reconocida, entre los economistas especializados en el comercio y en el empleo en cuanto al foco de sus investigaciones. Esta diferencia, y el hecho de que no sea reconocida por los dos tipos de economistas, no solo dieron lugar a la falta de entendimiento entre economistas profesionales, sino que también resulta confuso para los lectores de esas investigaciones. En pocas palabras, los economistas especializados en el comercio se centran en cuestiones estructurales a largo plazo, mientras que los economistas especializados en el empleo lo hacen en los problemas que acarrean los ajustes. Aunque los economistas de todas las tendencias comprenden bien que la política estructural (la política comercial) supone una respuesta inadecuada ante los problemas de ajuste, es incuestionable que estos últimos son políticamente más importantes que los problemas distributivos a largo plazo, del tipo StolperSamuelson. En la década de 1980 se publicó una importante cantidad de bibliografía sobre los ajustes como respuesta a los “shocks” comerciales que mostraba, entre otras cosas, que estos costes de adaptación son heterogéneos según los sectores y los trabajadores, y especialmente duros para los trabajadores de mayor edad en sectores en declive (por ejemplo Kletzer, 2002). A medida que las preocupaciones sobre Japón y los «países recientemente industrializados» (los PRI) menguaban, también lo hicieron las investigaciones sobre este asunto, pero regresaron con fuerza renovada con la entrada de China en el sistema comercial mundial como actor protagonista. Gracias a datos mejores y unas econométricas más modernas, y con el trasfondo del «impacto de China», de una magnitud literalmente sin precedentes, los economistas especializados en el empleo han podido identificar de modo convincente grandes costes de ajustes (Autor et al., 2016a). Gran parte de la retórica en torno a este trabajo sugiere que el consenso existente en las investigaciones de los años ochenta en el sentido de que el comercio no era una fuente importante del aumento a largo plazo de la prima según la cualificación (es decir, del descenso a largo plazo de las ganancias de la mano de obra no cualificada) era erróneo. Lamentablemente, esa conclusión se basa en una sencilla confusión: la primera conclusión tenía que ver con un descenso a largo plazo de la prima según la cualificación, y el trabajo reciente muestra unos grandes costes potenciales de ajuste entre los equilibrios a largo plazo. La cuestión no es que estos costes de ajuste sean insignificantes. En absoluto. Al igual que en la pérdida de empleo y de ingresos de cualquier tipo, estos costes son muy significativos para la gente que los sufre. Además, dado que estos ajustes son esenciales para cosechar cualquier beneficio gracias al comercio, el reconocimiento de que la gente que soporta los costes es precisamente la que genera las ganancias, da lugar a una argumentación normativa sólida para justificar las ayudas para los ajustes. Es decir, no hay ningún sistema moral que proporcione una autorización para castigar al pequeño grupo de gente que asegura un beneficio para la mayoría.

Por desgracia, los argumentos morales de este tipo rara vez son eficaces desde el punto de vista político. Sin embargo, las implicaciones para la estabilidad política de un deterioro de la distribución de los ingresos y mayores riesgos para el empleo, son un asunto de preocupación general. En los últimos años, los movimientos populistas antiglobalización han conseguido un éxito sorprendente. Aunque las raíces de estos movimientos están, al parecer, más relacionadas con los trastornos asociados a la posmodernización, su éxito electoral parece estar ligado con los grandes “shocks” comerciales, y en especial con el que ha supuesto China (Autor et al., 2016b; Colantone y Stanig, 2017; Jensen et al., 2017; Rodrik, 2017). Tal y como sucedía en nuestro análisis de los problemas estructurales y de los ajustes en la respuesta económica frente a los impactos comerciales, es importante que quede claro que este trabajo muestra un vínculo entre la actividad política (sobre todo la populista de derechas) y el ajuste ante el impacto de China, no ante los cambios en la estructura a largo plazo de la economía. El problema, desde una perspectiva política, consiste en la imposibilidad de distinguir de manera decisiva entre estas dos fuentes de cambio. Ciertamente, lo que sucede es que el aumento del populismo de derechas precede a la segunda desagregación de Baldwin (2016) en más de un decenio, y parece estar más relacionado con la posmodernización que con la globalización (Iversen y Cusack, 2000; Iversen, 2005). Además, el vínculo entre el cambio en el estatus económico y la participación en políticas populistas no es extremadamente fuerte (Inglehart y Norris, 2016; Mudde, 2007). Por desgracia, una amenaza extranjera siempre es una mejor causa política que el cambio tecnológico. En el pasado, y al margen de la fuente de las tensiones sociales, políticas y económicas, los trabajadores relativamente no cualificados estaban más protegidos por los sindicatos y los estados de bienestar, pero ambas instituciones han sido debilitadas por la posmodernización y la globalización. Asimismo, estaban relacionadas orgánicamente con la modernidad, y, con el punto y final de la era moderna, no está del todo claro que pudieran simplemente reconstruirse aun cuando existiera la voluntad política de hacerlo.

¿Hacia dónde nos encaminamos?

La economía política internacional, que ha aportado tres cuartos de siglo de paz y prosperidad a los países que conforman su núcleo, se encuentra en un momento de transición. Las economías políticas globales y nacionales que constituyen el sistema se enfrentan a retos políticos y económicos desencadenados, en gran medida, por una transformación fundamental de la economía industrial moderna sobre la que se construyeron esas economías políticas. Algunos de estos retos se manifiestan en forma de ajustes al cambio de las relaciones económicas globales que desempeñaron un papel crucial en ese orden. La experiencia de los años de entreguerras nos recuerda que, aunque la globalización es reversible, las consecuencias de dicha vuelta al pasado son como mínimo impredecibles, y muy probablemente nefastas. Además de los retos derivados de cambios estructurales en la economía y del efecto de esos cambios sobre los acuerdos políticos que respaldaron el liberalismo establecido del OELI de la posguerra, nos enfrentamos, por primera vez desde el final de la Primera Guerra Mundial, a la cuestión de si el sistema también está afrontando una profunda crisis de liderazgo. En el período de entreguerras, Gran Bretaña ya no era capaz de proporcionar ese liderazgo, y Estados Unidos, la única nación con la capacidad política y económica para asumirlo, creó un vacío que ayudó a destruir la primera globalización liberal (Kindleberger, 1986; Skidelsky, 1976). Aunque está claro que el compromiso colectivo con un orden semilegalizado es un sustitutivo eficaz de la hegemonía, no está en absoluto claro que semejante orden pueda sobrevivir a la renuncia a ese compromiso por parte de una nación con capacidad hegemónica. Aquí, la cuestión es si el “trumpismo” es una aberración que revertirá con el tiempo o si constituye una amenaza continuada del tipo que representó Gran Bretaña en el período de entreguerras. Irónicamente, tal y como hizo en esa época, hoy la «Pequeña Bretaña» busca socavar a la Unión Europea, la otra posible potencia mundial comprometida con el capitalismo y la democracia nacionales y con el liberalismo global. Al mismo tiempo, y al igual que en el período de entreguerras, hay una potencia emergente, China, que no parece preparada para asumir por entero el liderazgo global. En el caso de este último país, también está la cuestión de su compromiso con el capitalismo y la democracia nacionales o con el liberalismo global. El orden liberal global debe, sin duda, hacerle sitio a China, pero no está nada claro que ese orden pueda sobrevivir a China en el caso de que Estados Unidos y la Unión Europea le den la espalda. Este es un período que necesita de liderazgo, y no podemos sino esperar que este provenga de un nuevo Roosevelt, y no de un nuevo Hitler o Stalin.

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Notas

1 Las investigaciones actuales han ampliado enormemente el modelo de los manuales para incluir la competencia monopolística, la heterogeneidad de las empresas y el desempleo. Los dos primeros tienden a incrementar los beneficios procedentes del comercio sin modificar mucho el análisis de los efectos distributivos, mientras que el último aumenta la complejidad del análisis sin alterar, en esencia, el principal mensaje a largo plazo del modelo de los manuales.

2 Esta es la implicación del teorema de Stolper-Samuelson (1941). Se trata de algo un poco delicado. Dicho teorema es aplicable estrictamente a un mundo con dos bienes y dos factores (el modelo de Heckscher-Ohlin-Samuelson). Con más bienes y factores, la dimensionalidad importa en función de la identidad de los ganadores y los perdedores y de si las ganancias y las pérdidas son reales; es decir, es inequívoca en relación con todos los precios de los bienes de consumo (Ethier, 1984; Jones y Scheinkman, 1977). La clave, en cualquier caso, es el cambio de los precios relativos, y no el volumen de negocio, aunque podríamos esperar que ambos fueran de la mano.

3 Por si sirve de algo, el uso de flujos de factores no me parece especialmente emocionante. Además de los problemas expuestos por Leamer (2000) y Panagariya (2000), Francois y Nelson (2017) argumentan que el motor de inferencia desarrollado por Staiger y Deardorff (Deardorff, 2000; Deardorff y Staiger, 1988) no supera una sencilla comprobación de la validez empírica del vínculo causal clave en ese motor de inferencia.

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