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Artículo del libro La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos

El estado de bienestar y las políticas de austeridad

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El estado de bienestar se enfrenta a desafíos intelectuales y políticos que cuestionan su razón de ser, su legitimidad y su eficacia. El desarrollo del estado de bienestar ha pasado por fases bien definidas. Durante la primera mitad del siglo xx, los derechos sociales se ampliaron progresivamente a todos los ciudadanos, en la década de 1970 se recortaron y en la de 1990 surgieron nuevas ideas sobre la inversión social. Tras el crac financiero de 2008 y la gran recesión económica, entramos en una fase caracterizada por la adopción de programas de austeridad. El futuro del estado de bienestar está, una vez más, en cuestión, y para sobrevivir necesita reformas continuas y una nueva visión de ciudadanía democrática.

En la actualidad, el Estado de bienestar se está enfrentando a una lucha por la supervivencia en varios frentes.1 El primero consiste en una batalla intelectual. Todos estamos de acuerdo en que necesitamos bienestar (el estado en que las cosas nos van bien o estamos bien), pero ¿necesitamos un Estado de bienestar que nos lo proporcione? ¿Existen otros medios mediante los cuales pueda asegurarse el bienestar de las personas? En segundo lugar, hay una batalla política centrada en si el Estado de bienestar es asequible, especialmente en épocas de crisis, períodos de austeridad y de crecimiento lento como el que el mundo occidental ha estado soportando desde el crac financiero de 2008. Una de las paradojas del Estado de bienestar es que las sociedades más ricas se convierten en los gobiernos menos capaces o dispuestos a financiar el bienestar de forma colectiva. En tercer lugar, tenemos una batalla de políticas. ¿Puede el Estado de bienestar adaptarse a unas circunstancias y tendencias cambiantes, o se han vuelto sus propias instituciones y estructuras demasiado inflexibles e incapaces de reformarse para estar a la altura de los retos de unas sociedades en constante cambio?

Estas batallas han estado librándose durante mucho tiempo. Ninguna de ellas es particularmente nueva, pero las preguntas que anidan en ellas han adquirido una nueva importancia. Parece que fue hace mucho cuando T. H. Marshall celebró el asentamiento del Estado de bienestar tras la guerra como un triunfo de la ciudadanía democrática, añadiendo derechos sociales a las anteriores obtenciones de derechos civiles y políticos.2 La creación de un Estado de bienestar fue considerada un indicador del éxito económico y madurez política, reflejo institucional y de los principios del compromiso que habían evitado que las democracias capitalistas occidentales se desintegraran. Los estados de bienestar constituyeron los medios para conciliar la democracia y el capitalismo, mediante la protección de las instituciones de las economías capitalistas, sobre todo la propiedad privada, pero también de los intereses de todos los ciudadanos a través de la acumulación de recursos para proporcionar a cada uno de ellos un mínimo básico y de oportunidades a lo largo del ciclo vital. Seguía existiendo el conflicto sobre cuán generoso debía ser ese mínimo, pero el principio fue ampliamente aceptado y se convirtió en parte del marco rector para todas las democracias capitalistas avanzadas.

Pese a ello, este período parece, en retrospectiva, efímero. Desde la crisis de estanflación en la década de 1970 ha habido, por lo que respecta a los servicios públicos, una austeridad interminable y crisis fiscales. Los servicios públicos han recibido una pobre financiación y han sido objeto de controversias sobre los niveles de derechos, costes y calidad. Esto ha conducido a una presión continua para la reestructuración, la reorganización y la búsqueda de eficiencias en la actual provisión de servicios. Para mucha gente implicada en el suministro de servicios primarios, el Estado de bienestar ha parecido estar siempre bajo asedio.

El Estado de Bienestar expresaba un nuevo colectivismo que tenía defensores en la izquierda y la derecha.

El contexto histórico del Estado de bienestar

Para entender los problemas y los desafíos actuales del Estado de bienestar es importante situarlo históricamente y comprender la complejidad de su desarrollo ideológico y político. En sus orígenes era un proyecto tanto de la izquierda como de la derecha. En esta última, durante el siglo XIX, destacados estadistas conservadores y empresarios, entre los que se incluían Bismarck y Joseph Chamberlain, defendían los programas de bienestar como forma de incorporar mano de obra y mitigar el atractivo de los movimientos anticapitalistas, que estaban desarrollándose con mucha rapidez. Estaban de acuerdo en que debían moderarse los extremos de la desigualdad y en que debían proveerse servicios colectivos para proporcionar a cada ciudadano una seguridad y oportunidades razonables. Los programas de bienestar resultantes supusieron una respuesta moral ante las dificultades de los trabajadores mal remunerados, además de ser una respuesta política ante el ascenso de los movimientos radicales de la clase trabajadora y una respuesta pragmática a la necesidad que estaban experimentando todas las grandes potencias con unos trabajadores y ciudadanos más sanos y con mejor educación.

El Estado de bienestar, tal y como se desarrolló, estaba íntimamente relacionado con los proyectos de progreso nacional y de creación de una ciudadanía cohesionada. Expresaba un nuevo colectivismo que tenía defensores en la izquierda y en la derecha. Tratar a las naciones como comunidades de destino hizo que los estados tuvieran la obligación de asegurar el bienestar de los ciudadanos. Esto implicaba un alejamiento de las ideologías del laissez-faire y del liberalismo económico. Como tal, formaba parte de una reacción más amplia ante el mercado autorregulado y reflejaba el deseo de un Estado más activo e intervencionista.3 Elementos importantes de las clases gobernantes de Europa de finales del siglo XIX aceptaron que había que reformar radicalmente el capitalismo para evitar la posibilidad de una revolución social mediante la provisión de un mínimo básico de seguridad, oportunidades e ingresos a todos los ciudadanos en cada etapa del ciclo de su vida. Este cambio en las actitudes ayudó a transformar la política occidental e hizo posible la reconciliación del capitalismo con la democracia que muchos no habían creído posible en el siglo XIX. Sigue siendo el rompiente contra el cual los intentos de desmantelar los estados de bienestar se han ido a pique.

Los estados de bienestar desarrollados por los conservadores tendían a ser limitados en alcance y ambición, pero abrieron el camino para que el Estado incrementara sus poderes y extendiera sus operaciones, y esto fue usado por los políticos centristas y socialdemócratas para profundizar y universalizar el Estado de bienestar. Una de las inspiraciones para esta oleada de reforma democrática social fue el Informe Beveridge, publicado en el Reino Unido durante la guerra, en 1943. Beveridge identificó a los cinco gigantes de la necesidad, la holgazanería, la enfermedad, la ignorancia y la miseria. Este marco proporcionó la base para la implantación de programas universales de seguridad social, pleno empleo, sanidad, educación y vivienda, financiados mediante niveles mucho más altos de impuestos.4 En términos cuantitativos, los cambios fueron espectaculares. El Reino Unido, por ejemplo, tenía unos índices muy bajos de gasto público y de impuestos en el siglo XIX; menos del 10 por ciento de la renta nacional antes de 1914. Después de la Primera Guerra Mundial y de otorgar el sufragio universal, esta cifra ascendió al 20-30 por ciento entre 1920 y 1940. Tras la Segunda Guerra Mundial el nivel volvió a aumentar, hasta el 38-45 por ciento; el 20-25 por ciento de esto representaba el gasto social. Esta transformación del papel del Estado en las democracias capitalistas y la larga bonanza económica que empezó en la década de 1950, fueron las que convencieron a muchos observadores de que se había descubierto el secreto del capitalismo democrático estable y próspero.5

De los recortes en bienestar a las inversiones sociales

Sin embargo, este período resultó ser transitorio. Le siguió la larga crisis de la década de 1970, durante la cual el Estado de bienestar se convirtió en blanco de los ataques por parte de la derecha y la izquierda. La crítica que hacía esta última sostenía que la reconciliación entre el capitalismo y la democracia era una ilusión. La existencia del Estado de bienestar generó un conflicto entre la prioridad dada a la maximización del crecimiento económico promoviendo los beneficios y la inversión, y la concedida a la maximización de la legitimación democrática mediante la expansión de los programas de bienestar. El resultado fueron unas crisis fiscales cada vez más graves, ya que no existían suficientes recursos para respaldar ambos objetivos.6 Una segunda línea de críticas se centró en el paternalismo de los estados de bienestar, en la estigmatización y la imposición de sanciones a los solicitantes. Se argumentó que los estados de bienestar no eran benévolos, sino instrumentos de control social. La expansión del Estado servía a los intereses de este más que a los de sus ciudadanos. Una tercera línea de críticas se centró en las asunciones asociadas al género que subyacían en tantos programas del Estado de bienestar. El Informe Beveridge contenía algunas muy explícitas sobre hogares mantenidos por el trabajo remunerado de un hombre, los que la mayoría de las tareas domésticas eran llevadas a cabo por la mujer y no estaban remuneradas.

En la derecha, parte del análisis reflejaba lo mismo que el de la izquierda, aunque se sacaron conclusiones políticas muy distintas. Se argumentaba que los estados de bienestar amenazaban cada vez más a la prosperidad en lugar de ayudar a mantenerla. Gastar en bienestar se había convertido en una carga para los contribuyentes, ya que algunos programas clave, especialmente la seguridad social, eran demasiado generosos y estaban abiertos al fraude. Este ataque se convirtió en una crítica a los estados de bienestar porque los consideraban similares a las economías planificadas o dirigidas de las sociedades no occidentales y con unos resultados parecidos: mala asignación de los recursos, la ausencia de una disciplina de mercado adecuada y de unas restricciones presupuestarias apropiadas. En descripciones más vívidas se consideraba al Estado de bienestar como un parásito gigante que se alimentaba con la sangre del sector privado debido a su insaciable apetito por recursos adicionales. Una crítica influyente de dos economistas del Reino Unido argumentaba en 1975 que el sector público había crecido demasiado, ya que sus trabajadores eran en esencia improductivos, independientemente de lo útiles que fueran desde el punto de vista social, y sus sueldos debían ser pagados por los trabajadores del «productivo» sector privado.7 Esta visión de la relación entre el Estado y la economía de mercado tenía una larga historia. Lo que fue significativo fue su resurgimiento en la década de 1970 y los usos concretos que se le dio, en favor del argumento de que el Estado de bienestar era demasiado generoso, daba empleo a demasiada gente y debía recortarse.

Otra línea de ataque fue que en las décadas transcurridas desde la publicación del Informe Beveridge se había producido un retroceso del principio original de protección que Beveridge había propuesto. El bienestar estaba siendo ahora financiado a partir de los impuestos generales, y ya no se consideraba que las prestaciones sociales fueran algo que uno tuviera que ganarse pagándolo, sino que eran vistas como un derecho y, por lo tanto, algo que se debe. El principio de contribución se había perdido. Las consecuencias de este cambio condujeron directamente a la crisis fiscal, ya que los costes de los programas de bienestar, además de las demandas y las expectativas de los ciudadanos, siempre estaban aumentando, dando lugar a exigencias de financiación cada vez mayores. En los lúgubres pronósticos de los comités de expertos defensores del libre mercado, esta espiral no tenía fin. Conducía inevitablemente a una crisis fiscal, al colapso de las finanzas públicas, a la politización del bienestar. Se solía diagnosticar que se trataba de un problema de la democracia. La estructura de las instituciones democráticas permitía que los solicitantes y los funcionarios buscaran satisfacer sus intereses especiales a expensas de la mayoría de los ciudadanos y los contribuyentes. También dio lugar al crecimiento de la dependencia, a la multiplicación de los solicitantes y a la infantilización de los humildes, a los que se les negaron la autonomía y la oportunidad de liberarse.

Estas críticas, de los estados de bienestar tal y como habían surgido desde 1945, procedentes de la derecha y la izquierda, dieron pie a distintas respuestas políticas. Antes de la década de 1970, se asumía que todos los estados de bienestar se dirigían a un mismo destino. Algunos estaban más avanzados y otros se enfrentaban a obstáculos concretos, pero todos iban en la misma dirección. En las décadas de 1970 y 1980, quedó claro que había unas divergencias crecientes en los estados de bienestar, que era improbable que se superaran y que, cada vez más, se estaban incorporando en distintas instituciones y políticas, lo que reflejaba las distintas normas en los diferentes estados. Esta divergencia fue captada por Esping-Andersen en su libro Los tres mundos del Estado del bienestar, que comparaba los estados de bienestar nórdicos, con sus generosas prestaciones, sus elevados impuestos y el enfoque de las provisiones del bienestar fuera de los límites del mercado; los estados de bienestar continentales, que también disponían de unas prestaciones bastante generosas, pero que, de acuerdo con los supuestos conservadores sobre la sociedad, las encauzaban hacia la familia en lugar de hacia los individuos, y los países angloamericanos, cuyos estados de bienestar se habían concentrado principalmente en complementar los ingresos, que eran mucho menos generosos y extensos y que, por lo tanto, se habían convertido en estados de bienestar residuales.8 Pero Esping-Andersen apuntó que lo que hacía que los tres tipos de estados de bienestar fueran reconocibles era que, incluso en los residuales, había programas para combatir la inseguridad que surgía en el ciclo vital del mercado laboral, además de importantes programas universales como los sistemas nacionales de salud (el National Health Service en el Reino Unido y Medicare en Estados Unidos).

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Gamble-Educacion-collage-La sanidad, la educación pública y las condiciones laborales y salariales, han sido, son y serán ámbitos muy sensibles, entre otros, en la pugna por el bienestar social.
La sanidad, la educación pública y las condiciones laborales y salariales, han sido, son y serán ámbitos muy sensibles, entre otros, en la pugna por el bienestar social.

También sucedía que las diferencias entre los distintos tipos de estados de bienestar eran menores que las que la retórica política sugería en ocasiones. Seguía existiendo una fuerte resistencia política a los recortes en bienestar, por lo que incluso allí donde se eligieron gobiernos con un programa contrario al Estado de bienestar, como sucedió en el Reino Unido y en Estados Unidos en la década de 1980, el éxito de estos gobiernos radicales de derechas a la hora de desmantelar el Estado fue limitado.9 Tanto Thatcher como Reagan vieron frustrados sus intentos de introducir cambios fundamentales en el Estado de bienestar. Lo que sí consiguieron fue un elevado nivel de reestructuración. La nueva gestión pública, con su énfasis en la introducción de mecanismos de mercado en los servicios públicos, junto con la cultura de los objetivos y las auditorías, ayudaron a precipitar oleadas de reorganización y búsqueda de eficiencia, que supervisaba una nueva clase de gestores.

Tanto Tharcher como Reagan vieron frustados sus intentos de introducir cambios fundamentales en el Estado de Bienestar.

Anton Hemerijk, en su influyente descripción de las fases del desarrollo del Estado de bienestar desde 1945 en las democracias capitalistas, observa una primera fase de expansión del Estado de bienestar y de consenso entre clases que duró hasta la década de 1970. Esta se vio entonces reemplazada por una fase de reducción del Estado de bienestar y de neoliberalismo en las décadas de 1980 y 1990. A mediados de esta última surgió una tercera fase caracterizada por lo que se conoció como el «paradigma de la inversión social». Se basaba en una reconsideración fundamental del Estado de bienestar y abogaba por un Estado inteligente, activo y propiciador, y por el reconocimiento de nuevas circunstancias, en especial la globalización, la desindustrialización y los nuevos riesgos sociales.10 Este paradigma fue especialmente influyente en la Comisión de la Unión Europea y en varios de los estados miembros. Se centraba en particular en el mercado laboral, en las transiciones del transcurso de la vida y en cómo debería intervenir el gobierno para hacer que fueran lo más suaves posibles, además de aumentar la calidad del capital humano y sus capacidades, al tiempo que mantenía unas fuertes redes de seguridad universal basadas en unos ingresos mínimos como amortiguadores, que aseguraban la protección social y la estabilización económica.

Los nuevos tiempos difíciles

Con el crac financiero de 2008 dio inicio una nueva fase. Se evitó un colapso financiero, pero a un coste muy alto para las democracias occidentales. Hubo una brusca recesión en 2009, seguida de una recuperación lenta y débil, la más lenta y débil desde 1945. Las economías occidentales seguían sin regresar a la normalidad nueve años después del crac. Los tipos de interés seguían en unos niveles extraordinariamente bajos, los sectores financieros seguían dependiendo enormemente de la expansión cuantitativa y las economías se veían afectadas por el estancamiento secular, unos niveles elevados de desigualdad y una paralización de los salarios y la productividad, todo lo cual conducía a restricciones en la calidad de vida de la mayoría de quienes trabajaban.11 Los estados de bienestar, tanto en la fase expansionista posterior a 1945 como, recientemente, en las décadas de 1990 y 2000, se han basado en el dividendo del crecimiento, que permitía a los gobiernos aumentar, en términos absolutos, el dinero destinado al bienestar. Con el inicio de la recesión, los gobiernos recurrieron, una vez más, a programas de austeridad, restricciones fiscales y el saneamiento de las finanzas públicas, y empezó una nueva arremetida contra los estados de bienestar. La crisis de la eurozona que tuvo lugar después de 2010 se convirtió rápidamente en una amenaza para el modelo social europeo y para el principio de solidaridad en la Unión Europea debido a las medidas de austeridad draconianas que exigieron los principales países acreedores de la UE como contrapartida por rescatar a los países deudores.

No hubo un patrón uniforme en Europa. Los países probaron con distintas mezclas de recortes de los gastos, aumentos de los impuestos y concesión de préstamos. Solo Suecia evitó cualquier contracción fiscal. En el otro extremo de la escala, el Reino Unido y Lituania hicieron recaer la mayor parte de su ajuste fiscal en el recorte de los gastos (más del 90 por ciento) en lugar de en el aumento de los impuestos. Las nuevas políticas de austeridad surgidas en muchos estados revivieron viejos estigmas relativos a quienes recibían prestaciones sociales. Las nuevas distinciones entre los industriosos y los gandules, y entre los que producían y los que simplemente ponían la mano, recordaban a un discurso mucho más antiguo sobre los merecedores y los pobres indignos. Los segundos fueron estigmatizados como tramposos que obtenían prestaciones sociales y como vividores que se aprovechaban del trabajo y las contribuciones de los demás. Al igual que en fases de austeridad anteriores, la carga de los recortes en los gastos recayó con más fuerza en los humildes y los hogares. Muchos costes fueron redistribuidos hacia estos últimos, sobre todo en lo tocante a la asistencia social y los cuidados infantiles.

El problema político en cada Estado no era la austeridad como tal, sino el tipo de austeridad. La recesión eliminó para siempre una gran cantidad de riqueza de las economías nacionales. Debía llevarse a cabo un ajuste fiscal que tuviera en cuenta ese cambio. La cuestión era quién debía soportar la principal carga de la necesidad de que las finanzas públicas recuperaran el equilibrio. ¿A quién debían aumentársele los impuestos y a quién debían recortársele los gastos? Esta política de redistribución no podía evitarse, y se formaron coaliciones electorales en torno a las distintas alternativas. Los gastos en bienestar (aunque no todos ellos) se convirtieron en un objetivo importante. Políticamente, era mucho más difícil atacar algunos de los grandes programas universales de salud y educación, que beneficiaban a casi todos los ciudadanos en algún momento de su vida, que centrarse en las prestaciones sociales destinadas a minorías, como los desempleados y los discapacitados.

En estas nuevas políticas de redistribución, aquellos que buscan grandes recortes en los gastos han condenado cada vez más el Estado de bienestar como una forma de capitalismo del siglo xx. Las nuevas formas de capitalismo que están surgiendo no tienen necesidad de estados de bienestar. Las potencias emergentes como China son citadas como ejemplos de nuevas economías exitosas que no han cargado con los costes de proporcionar un «Estado» de bienestar a sus ciudadanos. Cada vez se oye más el argumento de los think tanks en pro del mercado libre y de que las economías occidentales deberían desmantelar sus estados de bienestar si quieren competir con las economías emergentes de Oriente. Se dice que el futuro se basa en unos impuestos fijos o en unos muy bajos tanto sobre las empresas como sobre las personas. La principal oposición a estas ideas procede de quienes creen que lo mejor para preservar los estados de bienestar consiste en renovar y desarrollar el paradigma de la inversión social. Aquí también nos encontramos con escépticos que critican el paradigma de la inversión social por centrarse demasiado en los nuevos riesgos sociales en una época en que los viejos riesgos sociales en forma de desempleo creciente y unas formas más precarias de empleo han regresado a las economías occidentales. Un segundo problema consiste en la observación de que los hogares de clase media se benefician desproporcionadamente de los efectos de las políticas de inversión social. Resulta mucho más difícil llegar a los marginados y a los excluidos de los mercados laborales.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Gamble-Oficina-de-empleo-SEPE-El paro, una de las lacras más profundas de la crisis económica. En la imagen, cola de parados para acceder a una oficina de empleo en el barrio de Santa Eugenia, Madrid.
El paro, una de las lacras más profundas de la crisis económica. En la imagen, cola de parados para acceder a una oficina de empleo en el barrio de Santa Eugenia, Madrid.

La batalla intelectual

Las nuevas políticas de austeridad han dado fuerzas renovadas a quienes hacen campaña contra el Estado de bienestar. Plantean la cuestión fundamental mencionada al principio de este capítulo: ¿por qué necesitamos un Estado de bienestar?, ¿por qué no puede proporcionarse el bienestar de otras formas y mediante otros organismos? Subyacente a estas cuestiones existe un rechazo de algunas de las asunciones que han apuntalado los extraordinarios éxitos y logros de los estados de bienestar en el siglo xx. Estas incluyen si los estados de bienestar son características permanentes de las sociedades modernas o simplemente una etapa de transición, cuando por una serie de razones era más sencillo y práctico para el Estado estar implicado en la provisión de programas clave de bienestar. Pero ¿es posible que los estados de bienestar pertenezcan, junto con el socialismo, los sindicatos, el colectivismo y la planificación, a una era anterior?

Buena parte de las críticas más persistentes y profundas vertidas contra el Estado de bienestar han procedido de diversas corrientes del neoliberalismo, tanto del resurgimiento del liberalismo económico clásico de Hayek como del libertarismo de mercado predominante en Estados Unidos.12 Estos teóricos argumentan que los individuos deberían ser libres de tomar sus propias decisiones sobre los servicios que usan y de pagar por la calidad que deseen. El Estado no debería interferir en estas elecciones ni decir a las personas qué deberían hacer. El marco institucional, incluido el Estado, debe tener en cuenta las imperfecciones humanas. El meollo del problema del conocimiento, tal y como expone Hayek, es que, como los seres humanos están limitados en cuanto a sus capacidades cognitivas, siempre están tomando decisiones en condiciones de incertidumbre e ignorancia. Opina, además, que los individuos se ven motivados principalmente por su interés propio, y de aquí la importancia de que cualquier marco institucional deba reconocer la importancia de los incentivos para encauzar la conducta. Dadas la información limitada y la ignorancia, Hayek sostiene que los procesos evolutivos están mejor posicionados para descubrir las soluciones a sus propias deficiencias, que las alternativas que reducen el ámbito de la experimentación competitiva. Según Hayek, esto es lo que hace el Estado de bienestar. En nombre de la promoción del bien común y de la justicia social, asume que el orden social solo puede conservarse mediante una autoridad deliberada. Hayek sostiene que la mayoría de los beneficios de la sociedad actual han emergido solo cuando la autoridad deliberada ha estado limitada o completamente ausente.

Desde una perspectiva hayekiana, el Estado no necesita regular el intercambio voluntario ni proporcionar respaldo financiero a asociaciones civiles. Las soluciones a los problemas sociales no se encomiendan exclusivamente a un único organismo. La educación y la sanidad no debe proporcionarlas el Estado. Los seguidores de Hayek sugieren que quienes respaldan el Estado de bienestar argumentan que los poseedores del poder político deberían aplicar su propia visión de “trade-offs” adecuados en lugar de las reflejadas en las elecciones de millones de personas y de las asociaciones civiles. El mejor enfoque consiste en promover la descentralización, la pluralidad y la proliferación de muchos proveedores de servicios.13Paradójicamente, es más probable que la gente se vea atomizada por la naturaleza coercitiva de un Estado de bienestar financiado con los impuestos. También es probable que semejante Estado interfiera en el libre movimiento de bienes, capitales y personas en otros ámbitos, como, por ejemplo, imponiendo unos controles estrictos a la inmigración. Los seguidores de Hayek, por el contrario, quieren abolir todos los monopolios estatales. Abogan por el restablecimiento de una economía libre y un Estado mínimo, lo que maximizaría la variedad y la calidad de los servicios. El Instituto Cato ha sugerido que los gastos públicos totales nunca deberían superar el 25 por ciento del PIB y que podrían llegar a ser de tan solo el 15 por ciento. El plan presupuestario de Paul Ryan, en Estados Unidos, proponía un movimiento en esta dirección. Desde el punto de vista del diamante del bienestar, con sus cuatro lados institucionales interactuando (estados, mercados, hogares y sociedad civil), estas propuestas eliminarían por completo el Estado. El diamante del bienestar se convertiría en un triángulo del bienestar que incluiría las interacciones entre los mercados, los hogares y la sociedad civil. Esto ya no sería un Estado de bienestar.

La batalla política

El final de los dividendos del crecimiento y la caída en la recesión dieron lugar al contexto en el que la austeridad se convirtió en la nueva realidad política. Ha surgido una nueva política con respecto al Estado de bienestar que ha quedado reflejada en el ascenso de nuevas coaliciones contrarias a aquel, que son evidentes en los países nórdicos además de en el Reino Unido y Estados Unidos. Una de las razones del auge de estas coaliciones es el reconocimiento del grado en que las sociedades se han vuelto consumistas, de modo que muchos ciudadanos están preparados para plantearse la contracción del Estado de bienestar, al igual que la de cualquier otro servicio y, como consecuencia de ello, pagar menos impuestos. Existen pruebas de que, durante la recesión y la lenta recuperación, el apoyo a las prestaciones no universales, sobre todo a algunas como la seguridad social, se ha visto particularmente sometido a ataques. El antiguo espíritu de solidaridad y la búsqueda de un objetivo común se han visto socavados.

¿Es posible que los Estados de Bienestar pertenezcan, junto con el socialismo, los sindicatos, el colectivismo y la planificación, a una era anterior?

Subyacentes a las nuevas políticas del Estado de bienestar, tenemos los asuntos clave de la viabilidad económica y la competitividad. La viabilidad económica refleja la brecha entre lo que los ciudadanos están dispuestos a pagar en forma de impuestos y los servicios que esperan recibir. Los votantes exigen unos servicios públicos al estilo sueco y unos impuestos al estilo estadounidense. Un rasgo común de los electorados democráticos es la creciente resistencia a pagar unos impuestos elevados a medida que arraiga la cultura consumista individualista. Esta presión amenaza constantemente con reducir la base imponible debido a la voluntad de los partidos políticos de competir en la búsqueda de unos menores impuestos sobre la gente y las empresas. Este es un problema mucho mayor que los de la elusión y la evasión de impuestos, aunque estos también desempeñan un papel importante, y en el caso de muchas compañías transnacionales la capacidad de evitar pagar impuestos en unos regímenes con una fiscalidad elevada está incorporada en sus estrategias empresariales. Si estas presiones no pueden ser contrarrestadas, se producirá una deriva irresistible hacia un régimen de impuestos bajos que elimine gradualmente la progresividad del sistema impositivo mediante el desplazamiento hacia unos tipos fijos en términos absolutos o proporcionales, además de eliminar por completo algunos impuestos, como por ejemplo el de sucesiones. El resultado final es, en el mejor de los casos, un Estado de bienestar residual, ya que entonces el Estado pierde la capacidad de subvencionar nada más.

Este es uno de los grandes problemas de las políticas democráticas. Los políticos tanto de izquierdas como de derechas descartan aumentos de impuestos que afecten a la mayoría para ganar votos. Quienes rehúsan hacerlo suelen ser castigados electoralmente; pero los mismos políticos también están sometidos a una intensa presión para responder a la creciente marea de expectativas y derechos, además de para encontrar soluciones a la tendencia de aumento más rápido en gastos que en costes del sector público debido a la dificultad inherente de incrementar la productividad de servicios que requieren de muchas horas de trabajo. Los políticos están obligados a prometer la reducción de los impuestos que pagan las personas y las empresas y, al mismo tiempo, asegurar que mantendrán las prestaciones universales ilimitadas de las que han llegado a depender la mayoría de los ciudadanos. El coste de los tratamientos médicos y de las pensiones en particular amenaza constantemente con superar la capacidad de los estados para subvencionarlos al nivel que los ciudadanos han llegado a esperar. Los políticos tienen que decepcionar a los votantes en cuanto a los impuestos o los gastos, o bien tienen que incrementar la deuda e intentar posponer el problema. Este dilema supone una limitación en las democracias actuales y se ve exacerbado en épocas de austeridad.

El segundo problema es la competitividad. Las tendencias hacia la globalización de la economía internacional registradas en las décadas de 1980 y 1990 se relacionaron con el fin del pleno empleo, el debilitamiento de los sindicatos y la creación de cadenas transnacionales de suministro de productos. Esto generó una comprensible ansiedad sobre la posibilidad de una carrera hacia el abismo. ¿Podría cualquier economía nacional ser capaz de mantener los costes extra de un Estado de bienestar si un capital transnacional móvil decidiera instalarse en zonas con muchos menos impuestos y regulaciones? Lo que pronto resultó evidente fue que no existía una relación sencilla. La diferencia en los tipos de estados de bienestar lo demostró. Algunas de las economías más exitosas en la era de la globalización disponían de algunos de los estados de bienestar más avanzados.14 A pesar de esto, las inquietudes nunca han desaparecido por completo, y se han reavivado desde la aparición de la recesión, la austeridad y de los nuevos tiempos difíciles. Se percibe que los estándares laborales y de bienestar se encuentran amenazados debido a la facilidad con que las compañías pueden externalizar la producción. Uno de los factores que hacen que las economías resulten más atractivas para las empresas son unos mercados laborales flexibles y la voluntad de aceptar una alta inmigración. Tener tan pocas restricciones sobre la inmigración como sea posible resulta muy atractivo para los patronos, pero esto no hace sino subrayar hasta qué punto los estados de bienestar son creaciones nacionales, mientras que muchas formas de capital son transnacionales. En una época de austeridad en la que se hace hincapié en eliminar gastos, los sueldos y las prestaciones sociales más altos disfrutados por los ciudadanos de las economías ricas pueden parecer rentas económicas que favorecen a estos trabajadores con respecto a los trabajadores de otras partes del mundo. Pese a ello, el mantenimiento de estos privilegios se convierte en un imperativo electoral, y también alimenta una respuesta negativa contraria a la inmigración y al capital transnacional.15 Desde esta perspectiva, la protección de los estados de bienestar tiene un fuerte componente de nacionalismo económico y debe implicar un control estricto de la inmigración. Pese a ello, las fuerzas políticas que tienden a estar más a favor de la protección de los estados de bienestar son aquellas que también son más favorables a una política liberal con respecto a la inmigración. Estas tensiones son evidentes en la respuesta negativa populista contra la globalización, que ha ganado terreno desde 2008 en muchas partes de Europa y que ha cosechado sus mayores éxitos en el referéndum celebrado en el Reino Unido para abandonar la Unión Europea y en la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos con un programa económico nacionalista y antiinmigración.

La batalla de las políticas

El Estado de bienestar también está implicado en una batalla en torno a las políticas, en particular como respuesta a las nuevas circunstancias y tendencias sociales que han hecho que muchas de las formas heredadas de estados de bienestar parezcan anacrónicas o inapropiadas. Se ha dedicado mucha atención a los nuevos riesgos sociales, que plantean distintos tipos de desafíos a las políticas, y también a los cambios demográficos que han alterado el contexto en el que funcionan los estados de bienestar. Uno de los mayores cambios que han tenido lugar en los servicios industriales ha sido el desplazamiento desde la fabricación hacia los servicios, de modo que la primera representa ahora el 80 por ciento del empleo en muchas economías ricas. Con ello han venido nuevos modelos de trabajo y de hogar, que son muy distintos de las asunciones patriarcales del Informe Beveridge, en que el hombre era el sostén de la familia. Los nuevos patrones incluyen una tasa femenina de participación mucho mayor, un aumento de las familias monoparentales y los hogares sin empleo, y un incremento de la precariedad (trabajadores con un empleo poco seguro o temporal).16 Otra tendencia clave ha sido la creciente financiarización de la economía, en virtud de la cual se trata a los ciudadanos como agentes financieros autónomos y autosuficientes que contraen deudas para abrirse camino en el ciclo vital.

Los Estados del Bienestar, con todas sus imperfecciones, son vitales para la estabilidad social y la legitimidad.

Estas tendencias están relacionadas con el auge de una sociedad más individualista y de la cultura política, y con el evidente debilitamiento de muchas de las instituciones que en el pasado apoyaron la solidaridad, como los sindicatos, las iglesias, la familia, las grandes fábricas y las comunidades de la clase trabajadora. Esto ha sido relacionado con las pruebas acerca de un endurecimiento de las actitudes con respecto a los necesitados y con un descenso del apoyo a la redistribución, especialmente entre los millennials. Al mismo tiempo, ha habido un notable cambio en el perfil demográfico de las economías ricas. La reducción de la mortalidad y el incremento de la esperanza de vida han hecho que la generación de mayor edad sea una fuerza electoral cada vez más poderosa, y ha habido una pronunciada redistribución desde los jóvenes hacia los ancianos. A medida que los costes de la provisión de asistencia social y pensiones para nuestros mayores aumentan, el número de quienes trabajan y pagan impuestos muestra una tendencia a reducirse. Las soluciones políticas ante estos dilemas incluyen recortar los gastos destinados a las generaciones más ancianas, aumentar la edad de jubilación o potenciar la inmigración para incrementar el número de trabajadores más jóvenes. Todas ellas son políticamente difíciles.

Conclusión

Joseph Schumpeter se preguntó en 1944 si el capitalismo podía sobrevivir y respondió de forma negativa. Algunos dirían en la actualidad lo mismo de los estados de bienestar. Este ensayo ha hecho hincapié en los distintos desafíos intelectuales, políticos y en materia de políticas a los que se enfrentan los estados de bienestar. ¿Pueden superarlos? La posición del Estado de bienestar es más fuerte de lo que a veces parece, en primer lugar porque en la mayoría de los países sigue existiendo una amplia coalición de apoyo a unas prestaciones sociales que sean universales y gratuitas para los usuarios finales, y en segundo lugar porque el capitalismo sigue necesitando al Estado de bienestar tanto como este último necesita al capitalismo. Existe una dependencia mutua que ha crecido en los últimos cien años. Los estados de bienestar, con todas sus imperfecciones, son vitales para la estabilidad social y la legitimidad. Son un importante creador de las condiciones de mercado que resultan necesarias para la reproducción exitosa del capitalismo como sistema político y económico.

Los estados de bienestar actuales se enfrentan sin duda a complejos desafíos intelectuales, políticos y de políticas, pero también a un reto moral más profundo: cómo renovar el contrato social en el que se basaron los estados de bienestar originales. El desafío consiste en cómo defender unos impuestos más elevados que sostengan los estados de bienestar y que eviten cualquier erosión adicional de la base imponible. Si esto no puede lograrse, es más probable que más estados de bienestar se vuelvan residuales en el sentido expuesto por Esping-Andersen o que desaparezcan por completo. Sin un sentido de comunidad y una solidaridad renovados, los estados de bienestar no sobrevivirán y no merecerán hacerlo. El resultado será una desigualdad, una fragmentación social y una conflictividad crecientes.17 Pero la cuestión puede formularse de otra forma. No se trata de si el capitalismo puede sobrevivir sin el Estado de bienestar, sino de si las democracias pueden sobrevivir sin él. Los estados de bienestar, incluso ahora, aseguran que se dé preferencia a los derechos sociales por encima del rendimiento del mercado, y esto supone una demostración tangible de que las democracias, con todas sus imperfecciones, pueden seguir trabajando por sus ciudadanos.

Preocupación e incertidumbre de amplios y diversos sectores de la sociedad por las secuelas negativas de la crisis en el estado de bienestar.

Para los defensores de los estados de bienestar, existen razones para estar alegres, o por lo menos no demasiado desesperanzados. Hay algunas batallas que se están ganando. Las dificultades con las que se ha encontrado la Administración Trump al intentar abolir el Obamacare en Estados Unidos suponen un ejemplo interesante de las políticas del Estado de bienestar. La concesión de nuevos derechos también significa la institución de nuevos intereses, y en cada democracia hay grandes dificultades para reducir estos derechos una vez conseguidos. También están surgiendo nuevas direcciones para los estados de bienestar. El paradigma de la inversión social sigue teniendo un gran potencial a la hora de dar con nuevas formas de combinar protección y oportunidad. Existen ideas en torno a nuevas políticas para promover el pleno empleo y fortalecer algunas de las instituciones, tanto en la sociedad civil como en los hogares, necesarias para alimentar el sentido de comunidad y de solidaridad, tan vital para los estados de bienestar. También hay, de forma amplia, nuevas visiones de ciudadanía democrática. Incluyen unos ingresos mínimos y subvenciones del Estado.18 Buscan nuevas formas de combinar independencia y solidaridad, y de afirmar los principios básicos del Estado de bienestar: la redistribución a lo largo del ciclo vital. El objetivo central en cualquier programa de reforma del Estado de bienestar debería consistir en asegurar que todos los lados del diamante del bienestar (Estado, mercado, hogar y sociedad civil) estuvieran completamente implicados.

El capitalismo sigue necesitando el Estado de Bienestar tanto como éste necesita al capitalismo.

Ninguna de estas reformas resultará suficiente por sí sola. También debe existir una agenda más amplia si se quiere que los estados de bienestar prosperen. Lo que hace falta es un Estado de bienestar que no solo ayude a las personas a adaptarse a las circunstancias y las oportunidades, sino que modele activamente esas circunstancias y oportunidades.19 Esto significa, entre otras cosas, una regulación eficaz de los mercados laborales y la reforma de la gestión corporativa. El objetivo debe ser la reconciliación de los riesgos sociales viejos y nuevos, y la consecución de un verdadero Estado de inversión social. El premio es grande, ya que, aunque no cada individuo se beneficia por igual del Estado de bienestar, todos lo hacen de vivir en una sociedad en la que cada persona disfruta de una seguridad básica y de la oportunidad de llevar una vida plena.

Notas

1 Los argumentos de este ensayo se desarrollan en A. Gamble, Can the Welfare State Survive?, Cambridge, Polity, 2016.

2 T. H. Marshall, Citizenship and Social Class, Cambridge, Cambridge University Press, 1950.

3 K. Polanyi, The Great Transformation. The Political and Economic Origins of Our Time, Boston, Beacon Books, 2001 (hay trad. cast.: La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Barcelona, Virus, 2016).

4 N. Timmins, The Five Giants. A Biography of the Welfare State, Londres, HaperCollins, 2001 (hay trad. cast.: Los cinco gigantes. Una biografía del Estado del bienestar, Madrid, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Subdirección General de Publicaciones, 2001).

5 S. M. Lipset, Political Man, Londres, Heinemann, 1960.

6 J. O’Connor, The Fiscal Crisis of the State, Nueva York, St. Martin’s Press, 1973 (hay trad. cast.: La crisis fiscal del Estado, Barcelona, Península, 1994). C. Offe, «Some Contradictions of the Modern Welfare State», Critical Social Policy, vol. 2, núm. 2 (1982), pp. 7-14.

7 R. Bacon y W. Eltis, Britain’s Economic Problem. Too Few Producers, Londres, Macmillan, 1976.

8 G. Esping-Andersen, The Three Worlds of Welfare Capitalism, Cambridge, Polity, 1990 (hay trad. cast.: Los tres mundos del Estado del bienestar, Valencia, Alfons el Magnànim, 1993).

9 P. Pierson, Dismantling the Welfare State? Reagan, Thatcher and the Politics of Retrenchment, Cambridge, Cambridge University Press, 1994.

10 A. Hemerijck, Changing Welfare States, Oxford, Oxford University Press, 2013.

11 A. Gamble, Crisis Without End? The Unravelling of Western Prosperity, Londres, Palgrave- Macmillan, 2014.

12 F. A. Hayek, The Constitution of Liberty, Londres, Routledge, 1960 (hay trad. cast.: Los fundamentos de la libertad, Madrid, Unión Editorial, 2008). M. Friedman y R. Friedman, Free to Choose, Nueva York, Harcourt Brace Jovanovich, 1980 (hay trad. cast.: Libertad de elegir. Hacia un nuevo liberalismo económico, Barcelona, Grijalbo, 1987).

13 M. Pennington, Robust Political Economy. Classical Liberalism and the Future of Public Policy, Cheltenham, Edward Elgar, 2011.

14 P. Katzenstein, Small States in World Markets. Industrial Policy in Europe, Ithaca, Cornell University Press, 1985 (hay trad. cast.: Los pequeños estados en los mercados mundiales. Política industrial en Europa, Madrid, Centro de Publicaciones, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, 1987).

15 D. Goodhart, The Road to Somewhere. The Populist Revolt and the Future of Politics, Londres, Hurst, 2017.

16 G. Standing, The Precariat. The New Dangerous Class, Londres, Bloomsbury Academic, 2011 (hay trad. cast.: El precariado. Una nueva clase social, Barcelona, Pasado & Presente, 2013).

17 W. Streeck, How Will Capitalism End? Essays on a Failing System, Londres, Verso, 2016 (hay trad. cast.: ¿Cómo terminará el capitalismo? Ensayos sobre un sistema en decadencia, Madrid, Traficantes de Sueños, 2016).

18 P. van Parijs, Real Freedom for All. What (if Anything) Can Justify Capitalism?, Oxford, Oxford University Press, 1995 (hay trad. cast.: Libertad real para todos. Qué puede justificar el capitalismo (si hay algo que pueda hacerlo), Barcelona, Paidós, 1996). R. Prabhakar, The Assets Agenda. Principles and Policy, Londres, Palgrave-Macmillan, 2008.

19 C. Crouch y M. Keune, «The Governance of Economic Uncertainty», en G. Bonoli y D. Natali, eds., The Politics of the New Welfare State, Oxford, Oxford University Press, 2017.

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