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Artículo del libro La era de la perplejidad. Repensar el mundo que conocíamos

Asia y el nuevo (des)orden mundial

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Superada la Guerra Fría, el orden mundial dirigido por Estados Unidos se ve cuestionado por China y Rusia, dos potencias revisionistas que están acercando sus alineamientos estratégicos. China está en camino de convertirse en la mayor economía del mundo y en una potencia militar formidable a la que irrita la hegemonía de Estados Unidos. Parece que China, más que derrocar el orden mundial establecido, busca remodelarlo, especialmente en Asia, con la instauración de un orden sinocéntrico en el que todos los países del área asiática pongan los intereses chinos por delante de los suyos propios. Está por ver si China tendrá las capacidades para conseguirlo, evitando el conflicto con Estados Unidos.

Introducción

Algo más de un cuarto de siglo después del cese de la rivalidad entre las superpotencias y el final de la Guerra Fría, el mundo podría muy bien haber llegado a otro punto de inflexión histórico: el ocaso del orden liberal internacional dirigido por Estados Unidos y el inicio de una nueva era de desorden global en la que potencias revisionistas regionales (y en particular una China en auge) sacarán ventaja de un Estados Unidos desmoralizado y polarizado para desafiar el liderazgo mundial que Washington ha ejercido desde la Segunda Guerra Mundial.

Se augura, de forma deprimente, que esta época venidera se verá caracterizada por la rivalidad de las grandes potencias por el poder, la influencia y las esferas de interés, el retroceso de la globalización, el deterioro de las normas mundiales y guerras de «proxy» (por países interpuestos). En palabras de Robert Kagan, un comentarista estadounidense en materia de política exterior, el mundo está en el umbral de una «anarquía brutal».1

Si el orden global internacional se enfrenta realmente a una transición de poder trascendental, Asia será su epicentro por una razón indiscutible: por el resurgimiento de la República Popular China como una potencia mundial que tener en cuenta.

En el corto período de cuatro décadas, los líderes chinos han transformado el país, que ha pasado de ser una economía autárquica y un actor marginal en los asuntos internacionales a convertirse en la mayor nación comercial del mundo, la segunda mayor economía y el segundo país que más gasta en defensa por detrás de Estados Unidos, además de ser una nación que confía cada vez más en sí misma, más asertiva y proactiva en Asia y en el mundo.

Aunque China ha sido capaz de conseguir esta transformación fenomenal trabajando dentro del orden mundial actual, hoy en día se siente incómoda bajo la hegemonía estadounidense y limitada por el sistema que Washington creó cuando China estaba sufriendo una guerra civil. En la actualidad, los líderes de Beijing consideran a Estados Unidos una potencia en declive y a China un país que va por el buen camino para consumar su destino manifiesto de recuperar su merecido lugar como potencia suprema de Asia.

Pero ¿es el futuro del mundo tan desalentador, problemático y propenso a los conflictos como predicen algunos observadores? ¿Están Estados Unidos y China realmente atrapados en una «trampa de Tucídides» y destinados a enfrentarse en una guerra? ¿Busca realmente China derrocar el orden liderado por Estados Unidos y asumir el reto del liderazgo global (o al menos regional)? ¿Dispone de la capacidad para hacerlo? Si China quiere liderar, ¿la seguirán otros países? O ¿pueden Estados Unidos, la República Popular China y otras grandes potencias dar con un modus vivendi en el que todos los actores puedan promover sus intereses en un juego que no sea de suma cero?

Este ensayo se propone revisar estas cuestiones analizando la evolución de las relaciones entre las grandes potencias desde el final de la Guerra Fría, el espectacular ascenso de China al poder, el resurgimiento de Rusia y el futuro de las relaciones sinoestadounidenses.

El optimismo tras la Guerra Fría

Hace veinticinco años, quienes predecían el fin del orden internacional dirigido por Estados Unidos eran bien pocos. El ocaso de la rivalidad entre las superpotencias a finales de la década de 1980 y la disolución de la Unión Soviética en 1991 habían marcado el inicio de una era de optimismo casi desenfrenado, incluso de triunfalismo, en Occidente. Francis Fukuyama captó el espíritu de la época de comienzos del período posterior a la Guerra Fría en su ensayoThe End of History?, en el que vaticinó, confiadamente, el inexorable avance de la democracia liberal y del capitalismo de libre mercado, fuerzas que enviarían la competencia y el conflicto entre las grandes potencias a la papelera de la historia.2

Las relaciones ciertamente cordiales entre las grandes potencias y la propagación de la democracia, la liberalización del mercado y la globalización sugerían que la tesis de Fukuyama era en esencia correcta.

Estados Unidos estaba en la cúspide de su poder económico y militar; era el «momento unipolar», tal y como lo etiquetó Charles Krauthammer.3 Rusia había caído (y no se recuperaría en un futuro próximo), pero había adoptado la democracia y el libre mercado y, bajo el mandato del presidente Boris Yeltsin, era en general prooccidental. Excepto en lo tocante a la sangrienta ruptura de Yugoslavia, los países de Europa vivían en paz y estaban comprometidos con su proyecto supranacional de construcción de la Comunidad Europea (o Unión Europea). En Asia, existían fricciones económicas entre Japón y Estados Unidos, pero nadie creía seriamente que Tokio fuera a romper su alianza con los norteamericanos y a ir por su cuenta. Mientras tanto, China estaba luchando por emerger del aislamiento internacional que se le había impuesto tras la brutal represión de los estudiantes prodemocráticos en la plaza de Tiananmen el 4 de junio de 1989, y durante el resto de la década se centró básicamente en hacer crecer su economía y en mejorar las relaciones con sus vecinos. China estaba, tal y como había advertido Deng Xiaoping, su líder supremo y el cerebro de su resurgimiento económico, ocultando sus capacidades, esperando el momento oportuno y no tomando nunca la delantera. Aparte de eso, muchos observadores pensaban que, a medida que la economía china avanzase y su clase media creciese, se acabaría democratizando, igual que lo estaban haciendo otros países asiáticos exitosos, como Corea del Sur y Taiwan.

Comienza el período post-post-Guerra Fría

Un decenio tras el final de la Guerra Fría, la burbuja del optimismo había reventado por completo. La década de 2000 se vio enmarcada por los ataques terroristas en Nueva York y en Washington D.C. del 11-S y por la crisis financiera global (CFG) de 2007-2009. Los primeros dieron lugar a las controvertidas (algunos dirían que ilegales), prolongadas y debilitadoras intervenciones militares de Estados Unidos en Afganistán e Irak. La crisis prácticamente provocó el colapso del sistema financiero global y la Gran Recesión, que duró hasta principios de la década de 2010 y provocó los efectos que siguen dejándose sentir hoy en día.

Las guerras en Oriente Medio y la CFG hicieron que muchos estadounidenses rechazaran el papel de su país como el policía del mundo y la globalización. Elegido en 2008, el presidente Barack Obama adoptó una política exterior más cauta (sus críticos dirían que demasiado cauta) que huía de costosas y aparentemente ilimitadas aventuras militares en el extranjero. La tarea del nuevo presidente en la era posterior a George W. Bush era, según Obama, «no hacer cosas estúpidas».4 Un hecho emblemático de la cauta política exterior de Obama fue su decisión, en 2013, de no utilizar la fuerza militar contra el régimen sirio del presidente Al-Ásad por su uso de armas químicas contra civiles, pese a una advertencia anterior de que hacerlo supondría cruzar una línea roja.

Muchos observadores pensaba que a medida que la economía china avanzase y su clase media creciese, se acabaría democratizando.

El desencanto de Estados Unidos con la globalización alcanzó un punto culminante con la elección de Donald J. Trump como presidente en noviembre de 2016. Su visión estrecha, egoísta y transaccional fue la absoluta antítesis de la globalización y del papel que Estados Unidos había seguido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Trump sacó rápidamente a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (ATCE, más conocido como TPP por sus siglas en inglés), un pacto de liberalización económica entre doce países de la región Asia-Pacífico, y del histórico Acuerdo Climático de París de 2015.

Muchos consideraron a la Administración Trump como la catalizadora del final del orden mundial liderado por Estados Unidos. En mayo de 2017, tan solo cuatro meses después del inicio de la presidencia de Trump, la canciller alemana, Angela Merkel, advirtió de que la Unión Europea ya no podía depender de Estados Unidos (ni de del Reino Unido debido a su decisión de abandonar la Unión Europea en junio de 2016) y de que tendría que ser responsable de su propio destino.5

El ascenso de China

Mientras que Estados Unidos se enredaba en los conflictos de Oriente Medio y en la crisis financiera, la República Popular China incrementaba rápidamente su poder económico, su fuerza militar y su influencia política global.

Desde la introducción de reformas económicas en 1978, el producto interior bruto (PIB) de China ha crecido una media del 10 por ciento anual. Ese enorme crecimiento económico ha sacado, según el Banco Mundial, a 800 millones de chinos de la pobreza; el mayor número de personas y al ritmo más rápido de la historia.6

China salió de la CFG más o menos indemne, y en 2010 superó a Japón para así convertirse en la segunda mayor economía mundial. En la actualidad, China ya es la principal economía productora del mundo y la mayor exportadora de bienes. Aunque el crecimiento del PIB se ha reducido hasta un todavía impresionante 6-7 por ciento anual, se predice que en algún momento antes de 2030 superará a Estados Unidos y se convertirá en la primera economía del mundo; de hecho, si se usa la paridad de poder adquisitivo para medir el tamaño de su economía (tal y como hace el Fondo Monetario Internacional), China ya consiguió ese puesto en 2014.

Un crecimiento sostenido de dos dígitos a lo largo de las décadas de 1990 y 2000 proporcionó a China los recursos económicos necesarios para transformar sus fuerzas armadas, antaño anticuadas, en una potente fuerza de combate equipada con un arsenal de vanguardia. Según el Departamento de Defensa de Estados Unidos, en 2016 China gastó 180.000 millones de dólares en el Ejército Popular de Liberación (EPL), mientras que el respetado think tank sueco SIPRI sitúa la cifra en 226.000 millones de dólares.7 De acuerdo con los datos oficiales de China, su gasto en defensa en 2016 fue de 151.000 millones de dólares, el segundo mayor del mundo (por detrás del gigantesco presupuesto militar estadounidense, de 573.000 millones de dólares), y el mayor de Asia.8 El SIPRI estima que en 2015 China representó más de la mitad del gasto en defensa en el nordeste, sudeste y sur de Asia (216.000 millones de dólares frente a 411.000 millones), y que su presupuesto en defensa fue mayor que el gasto conjunto en defensa de los veintitrés países de esas tres regiones.

Aunque el EPL sigue sufriendo graves deficiencias y probablemente necesite varias décadas para poder igualar las capacidades del ejército estadounidense, según el Departamento de Defensa las fuerzas armadas chinas son cada vez más «capaces de proyectar poder para reafirmar su dominio regional en tiempos de paz y disputar la superioridad militar de Estados Unidos en un conflicto regional».9 En otras palabras, el EPL ha devenido la fuerza militar más potente de Asia y es capaz de obstaculizar las respuestas militares de Estados Unidos a las crisis en la zona (por ejemplo, en el estrecho de Taiwan, los mares de la China Oriental y Meridional y la península de Corea), lo que podría socavar las garantías de seguridad ofrecidas por los estadounidenses a sus amigos y aliados. En un discurso que conmemoraba el nonagésimo aniversario de la fundación del EPL, el presidente Xi Jinping advirtió de que, aunque China es un país que ama la paz, dispone de la «confianza suficiente para rechazar todas las invasiones», de que «no permitiría que ninguna persona, organización o partido conspire para que ninguna parte del territorio chino se separe del país» y de que «nadie debería esperar que nos traguemos el fruto amargo que sea dañino para nuestra soberanía, nuestra seguridad o los intereses para nuestro desarrollo».10

De manera acorde a su creciente poder económico y militar, China ha hecho gala de una confianza cada vez mayor en la escena mundial. La CFG supuso un punto de inflexión. No solo se vio la economía china relativamente poco afectada por la crisis, sino que ello convenció a los líderes chinos de que Estados Unidos era una superpotencia en declive y de que había llegado el momento de que la República Popular China desechara la máxima de Deng Xiaoping de aguardar al momento oportuno, ocultar sus capacidades y no buscar el liderazgo, y, en lugar de ello, persiguiera activamente sus intereses nacionales en Asia y en todo el mundo.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Storey-Congreso-China-El último Congreso del Partido Comunista de China se abrió el 18 de octubre de 2017 por Xi Jinping afirmando que el país se ha convertido en la segunda potencia económica del mundo.
El último Congreso del Partido Comunista de China se abrió el 18 de octubre de 2017 por Xi Jinping afirmando que el país se ha convertido en la segunda potencia económica del mundo.
 

Esta confianza de China tras la CFG la encarna el hombre fuerte de la nación, Xi Jinping. Desde que se convirtió en el secretario general del Partido Comunista de China (PCCh) en 2012 y en el presidente del país al año siguiente, Xi Jinping ha consolidado rápida, y algunos dirían que despiadadamente, su puesto en la cima de la estructura de poder de China para convertirse en el líder político más fuerte desde el presidente Mao Zedong, que gobernó la nación desde 1949 hasta su muerte en 1976.

En una serie de discursos, Xi Jinping ha articulado una gran visión para la República Popular China (el «sueño chino», en cuyo seno se encuentra «el Gran Rejuvenecimiento del Pueblo Chino») en la que China consigue «los dos cienes»: una sociedad moderadamente próspera en el año 2021 (el centésimo aniversario de la fundación del PCCh) y un estatus de nación plenamente desarrollada en 2049 (el centésimo aniversario de la fundación de la República Popular China).

El gasto de defensa en China en 2016 fue el segundo del mundo después de Estados Unidos.

Una de las iniciativas de Xi Jinping para alcanzar el sueño chino es la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda (ICRT), desvelada en 2013. La ICRT es, en esencia, una vasta infraestructura que implica la construcción de vías férreas, puertos, autopistas, oleoductos y aeropuertos, que mejorará y ampliará la conectividad de China con países del resto de Asia, Europa y África. La ICRT está formada por dos rutas geográficas principales: la Nueva Ruta de la Seda o Puente Terrestre Euroasiático (NRS), que discurre desde China hasta Europa tras atravesar Asia central, Rusia y el sur de Asia (rememorando básicamente la antigua Ruta de la Seda), y la Ruta Marítima de la Seda del siglo XXI (RMS), una serie de puertos que unirán China con el comprometido Sudeste Asiático, el sur de Asia, África, Oriente Medio y Europa. China ha comprometido grandes sumas de dinero para la realización de la ICRT, incluidos 40.000 millones de dólares para la NRS y 25.000 millones de dólares para la RMS, 50.000 millones de dólares para el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII) y 40.000 millones de dólares para el Fondo de la Ruta de la Seda. La ICRT obedece a razones económicas y geopolíticas. Desde una perspectiva económica, está diseñada para ayudar a las provincias occidentales e interiores de China a desarrollarse y a asegurarse nuevos mercados en el extranjero, además de materias primas, y para dar salida al exceso de capacidad industrial y al capital sobrante. La finalidad geopolítica de la ICRT es la de dar lustre a las credenciales de China como gran potencia. Algunos consideran que se trata de parte de la estrategia de China para crear un orden sinocéntrico en Asia.

En el decimonoveno congreso del PCCh, celebrado en octubre de 2017, lo más probable es que a Xi Jinping se le hayan concedido otros cinco años como presidente, e incluso se le podría nombrar presidente del PCCh, un título que no ha sido usado desde la era maoísta y que le permitiría eludir los límites del mandato constitucional y prolongar su gobierno más allá de 2022.

El resurgimiento de Rusia

Mientras China proseguía con su trayectoria ascendente durante la década de 2000, un país vecino estaba experimentando su propio rejuvenecimiento como actor principal en los asuntos internacionales, Rusia.

Durante gran parte de la década de 1990, Rusia había quedado atrapada en la turbulencia económica y la parálisis política. Sin embargo, a finales de la década sucedieron dos eventos que harían variar la suerte del país. En 1999, un enfermo presidente Yeltsin nombró primer ministro a Vladímir Putin, un antiguo teniente coronel de la KGB, y un año después Putin ganó las elecciones a la presidencia. Al mismo tiempo, el precio del petróleo y de otras materias primas (las principales exportaciones rusas) aumentó enormemente y la economía rusa creció.

Putin describió en una ocasión la caída de la Unión Soviética como la mayor tragedia geopolítica del siglo XX. Al igual que muchos rusos, Putin creía que Occidente se había aprovechado de Rusia durante el caos de la década de 1990, que había incumplido sus promesas de no ampliar los miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de la Unión Europea hasta llegar a las fronteras de Rusia, que no había movido un dedo cuando el país sufrió una crisis económica grave en 1998 (mientras proporcionaba apoyo económico a México) y —lo más doloroso de de todo—, que Occidente no había tratado a Rusia con el respeto que merece una gran potencia. Como señala el académico Bobo Lo, debido a su tamaño, cultura e historia, la imagen que Rusia tiene de sí misma es la de una gran potencia permanente e indispensable.11

Putin estaba decidido a restablecer el estatus de gran potencia de Rusia y a reafirmar la hegemonía de Moscú sobre el espacio postsoviético. En 2008, Rusia invadió Georgia como castigo por la orientación prooccidental de sus dirigentes. El ejército ruso acabó imponiéndose en Georgia, pero su actuación contra un país tan pequeño fue deficiente. En 2010, Putin anunció un programa de diez años de duración y 650.000 millones de dólares para modernizar el ejército ruso. Cuando la economía se animó gracias al aumento de los precios del petróleo, el presupuesto militar ruso casi se duplicó entre 2010 y 2014 (de 58.700 millones a 84.500 millones de dólares) para convertirse en el tercero del mundo después de los de Estados Unidos y China.12 En 2014, cuando Rusia se anexionó Crimea, en Ucrania, las fuerzas militares rusas tuvieron una actuación mucho mejor que la exhibida en Georgia.

La toma de Crimea por parte de Rusia y su apoyo a los separatistas de la región de Ucrania oriental (lo que dio lugar al derribo de un avión de pasajeros malasio en julio de 2014) desencadenaron una crisis de relaciones entre Moscú y Occidente. Este último respondió a la agresión rusa contra Ucrania imponiendo sanciones (lo cual, unido a la caída del precio del petróleo, supuso un duro golpe para la economía rusa) y robusteciendo las fuerzas de la OTAN en Europa. Un año después, las relaciones con Occidente empeoraron todavía más cuando Rusia intervino militarmente en Siria en apoyo del régimen de Al-Ásad. Durante las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016, Rusia supuso una importante cuestión de política exterior (más que China), y el candidato Trump habló positivamente de Putin y prometió arreglar las relaciones con Moscú si era elegido. Sin embargo, una vez en la presidencia, las acusaciones de que el Kremlin había interferido en las elecciones presidenciales estadounidenses envenenaron todavía más las relaciones entre los dos países.

Todos están de acuerdo en que las relaciones entre Occidente y Rusia han tocado fondo y que es improbable que mejoren significativamente a corto plazo. En una rueda de prensa celebrada en agosto de 2017, en vísperas de las nuevas sanciones impuestas por Estados Unidos a Rusia, el secretario de Estado de Estados Unidos, Rex Tillerson, afirmó que la relación estaba «en un punto bajo histórico desde el final de la Guerra Fría, y podría empeorar», mientras que su jefe, el presidente Trump, tuiteó que la relación de Estados Unidos con Rusia se encontraba «en mínimos históricos y muy peligrosos».13 El secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, lamentó que «la relación de la OTAN con Rusia es la más complicada desde el final de la Guerra Fría».14 El primer ministro ruso, Dmitri Medvédev, dijo que las nuevas sanciones estadounidenses equivalían a una declaración de guerra comercial a Rusia.15

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Storey-Soldados-Crimea-Los soldados de la guardia de honor se preparan para marchar mientras la gente celebra el primer aniversario de la anexión de Crimea por parte de la Federación de Rusia, el 18 de marzo de 2015.
Los soldados de la guardia de honor se preparan para marchar mientras la gente celebra el primer aniversario de la anexión de Crimea por parte de la Federación de Rusia, el 18 de marzo de 2015.
 

Según el académico ruso Dmitri Trenin, aunque hablar de una nueva guerra fría entre Estados Unidos y Rusia no es una analogía útil, el choque de intereses fundamental entre los dos países, «la enemistad mutua entre Occidente y Rusia constituye la nueva normalidad: lo más seguro es que Putin vuelva a ser elegido en 2018 para ocupar el cargo de presidente durante seis años más», e incluso después de que abandone la presidencia, «es improbable que su sucesor retrotraiga las políticas del Kremlin lo suficiente como para conseguir una “normalización” de las relaciones con Estados Unidos».16 Por ello, las relaciones entre Estados Unidos y Rusia seguirán siendo turbulentas.

El alineamiento sinorruso

Dos tendencias importantes que han presagiado el final del período posterior a la Guerra Fría y que han marcado el inicio de un orden internacional más complejo y disputado han sido el auge de China y el resurgir de Rusia. Una tercera tendencia ha sido la relación cada vez mejor que han mantenido estos dos países.

Después de décadas de enemistad ideológica y geopolítica, en que las dos partes chocaron militarmente a lo largo de su frontera terrestre en 1969, Rusia y China normalizaron sus relaciones a principios de la década de 1990. Los dos países desmilitarizaron su frontera, solucionaron sus disputas territoriales y eliminaron las restricciones al comercio. Desde muchos prismas, se trató de un acuerdo perfecto: China necesitaba el acceso a los abundantes recursos naturales de Rusia y a su tecnología de defensa, y Rusia necesitaba el dinero de China.

Bajo el mandato de los presidentes Putin y Xi Jinping, la relación ha alcanzado máximos históricos. En un esfuerzo por reducir la dependencia económica que tiene Rusia de Occidente (especialmente de Europa) y de sacar partido económico de las florecientes economías asiáticas, en 2010 Putin anunció el «giro de Rusia hacia Oriente». A esta importante iniciativa en la política exterior se le dio una trascendencia adicional debido a los problemas económicos de Rusia y a la crisis con Occidente a raíz de Crimea.

China se encuentra en el centro del «pivote asiático» de Putin. Aunque el comercio entre las dos naciones no ha crecido tanto como se había esperado, en 2016 el valor del comercio sinorruso había alcanzado los 70.000 millones de dólares, partiendo de los 6.000 millones en 1999 (aún bastante lejos del objetivo de los 100.000 millones de dólares), haciendo así que China sea el segundo socio comercial de Rusia después de la Unión Europea.

Pero, al contrario que las relaciones entre la Unión Europea y Rusia, los vínculos económicos entre Rusia y China han ido por detrás de las relaciones políticas, que se han fortalecido considerablemente bajo la presidencia de Putin y Xi Jinping. Desde que el segundo asumió el cargo en 2012, los dos líderes se han reunido a menudo y parecen haber entablado una buena relación personal. Sin embargo, los vínculos crecientes entre ambos países se basan en algo más que la mera buena química personal. Es mucho más importante el elevado grado de convergencia con respecto a la visión del mundo que tienen ambos países. Ciertamente, y según Putin, «Rusia y China tienen unos puntos de vista muy cercanos o prácticamente idénticos en relación con los acontecimientos mundiales».17 En concreto, los líderes ruso y chino consideran que la primacía de Estados Unidos en el sistema internacional no solo es perjudicial para sus intereses nacionales, sino también una amenaza para la supervivencia de sus regímenes.

Las relaciones entre Occidente y Rusia han tocado fondo y es improbable que mejoren a corto plazo.

Un asunto esencial en las narrativas de la política exterior de China y Rusia es que Estados Unidos está persiguiendo una política de contención diseñada para mantenerlos débiles y aislados. Subyacente a estas acusaciones hay una sensación compartida de victimismo, según la cual Occidente ha conspirado para privarlos de territorio, estatus e influencia durante sus períodos de debilidad histórica (de China durante el «siglo de las humillaciones», entre 1839 y 1949, y de Rusia tras el desplome de la Unión Soviética en 1991) y sigue haciéndolo. Como prueba, Rusia apunta a la ampliación de la OTAN entre 1999 y 2004, para pasar a incluir como miembros a ex repúblicas soviéticas y a antiguos aliados del Pacto de Varsovia, y a la imposición de sanciones por parte de Occidente debido al asunto de Crimea. Los líderes chinos han acusado durante mucho tiempo a Estados Unidos de intentar contener su poder creciente, y consideran que el pivote asiático de la Administración Obama (incluido el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica) no es más que el último ejemplo de esta política. Moscú y Beijing creen que los planes estadounidenses de establecer sistemas de escudo contra misiles balísticos en Europa del Este y el nordeste de Asia –el sistema Aegis Ashore en Rumanía y Polonia, y el Sistema de Defensa Aérea Terminal de Alta Altitud (conocido como THAAD, por sus siglas en inglés) en Corea del Sur– están destinados a socavar sus fuerzas nucleares disuasivas. De acuerdo con las narrativas china y rusa, la ambición definitiva de Estados Unidos es derrocar sus sistemas políticos orquestando «revoluciones de colores» como las que tuvieron lugar en los antiguos estados soviéticos a lo largo de la pasada década. En una cumbre celebrada en Beijing en junio de 2016, Rusia y China se desahogaron con respecto a estas preocupaciones cuando identificaron los «factores negativos» crecientes que afectaban a la estabilidad estratégica global, entre ellos los sistemas de defensa antimisiles estadounidenses, las sanciones económicas unilaterales y la intromisión en los asuntos internos de estados soberanos «con el fin de forzar cambios en gobiernos legítimos».18

A medida que los lazos políticos entre Rusia y China se han ido afianzando cada vez más, también lo ha hecho la cooperación militar entre los dos países. Durante la década de 1990, Rusia fue el principal proveedor de armas de China, a la que, según se estima, les suministró unos 30.000 millones de dólares en aviones de combate, submarinos, destructores y otras armas de alto precio; no obstante, a mediados de la década de 2000 las transferencias de armas rusas a China se redujeron bruscamente, debido en parte a que la industria armamentística china había conseguido un nivel elevado de autosuficiencia y competencia técnica, pero también a causa del enfado de Moscú por la ingeniería inversa de equipamiento ruso que China hacía para luego venderlo en el mercado internacional a precios más asequibles. Sin embargo, en 2010 Rusia y China reanudaron los debates sobre cooperación en defensa, y se dieron nuevos impulsos a estas conversaciones cuando Occidente impuso sanciones a Rusia. En 2015 Moscú anunció que vendería a China su avanzado sistema de misiles tierra-aire S-400 y veinticuatro cazas SU-35, su avión de combate supersónico más avanzado disponible. Las fuerzas armadas rusas y chinas también han incrementado la escala, frecuencia y sofisticación de las maniobras militares combinadas, y a lo largo de los últimos años sus marinas han hecho maniobras conjuntas en los mares de la China Oriental, de la China Meridional, Mediterráneo y Báltico.

Oficialmente, Rusia y China describen su relación como una «colaboración integral para la coordinación estratégica». Ninguna de las partes considera necesaria, ni siquiera deseable, una alianza político-militar formal. En cualquier caso, sigue habiendo problemas de confianza en contra de una alianza sinorrusa. Rusia se siente intranquila por la creciente influencia de China en Asia central (sobre todo por el impacto de la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda, que incluye a varios países de dicha zona), y sigue albergando preocupaciones residuales por que Beijing busque, en última instancia, recuperar territorios en el Extremo Oriente ruso que cedió a Moscú en el siglo XIX. Por su parte, China no se siente cómoda con las ventas rusas de armas a sus dos principales rivales en Asia, la India y Vietnam.

A pesar de estos recelos, la falta de confianza entre Rusia y Estados Unidos, y entre China y Estados Unidos, es bastante mayor que la que hay entre Rusia y China. Por consiguiente, aunque ambos países evitan formalizar una alianza, han acordado incrementar la cooperación y coordinación en asuntos internacionales y apoyarse (o por lo menos no oponerse) mutuamente en cuestiones que afecten a sus intereses centrales. Así, China hizo la vista gorda ante la ocupación de Crimea por parte de Rusia, pese a que violaba el principio de Beijing de no interferencia en los asuntos internos de otros países y el no respaldo a movimientos separatistas. A cambio, Rusia apoyó la decisión de China de rechazar una resolución jurídica sobre la disputa del mar de la China Meridional publicada por un comité de jueces en La Haya en julio de 2016. China también ha apoyado ampliamente las operaciones militares de Rusia en Siria porque comparte los mismos objetivos: la supervivencia del régimen de Al-Ásad y la derrota del Estado Islámico.

Aunque una alianza sinorrusa es improbable, una relación cada vez más cercana entre ambos países permitirá a China centrar sus intereses en el este y el sudeste de Asia, complicando así los intereses de Estados Unidos (y los de sus amigos y aliados) en esas áreas.

Estados Unidos y China: ¿destinados a una guerra?

Pocos observadores en materia de asuntos internacionales estarían en desacuerdo con la idea de que la relación bilateral clave del siglo XXI es la de Estados Unidos y China.

Aunque Rusia tiene la pretensión de desempeñar el papel de la gran potencia euroasiática clave entre Estados Unidos y China, las expectativas económicas y demográficas del país a largo plazo son tales que nunca podrá recuperar el poderoso papel que desempeñó durante la Guerra Fría. Además, ni Estados Unidos ni China la consideran como su igual. Sin embargo, supondría un error ignorar a Rusia. Su sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas, su amplio arsenal nuclear y sus formidables fuerzas armadas convencionales asegurarán que siga siendo un actor importante en la escena mundial, sobre todo en Europa, aunque su papel político probablemente será más perturbador que constructivo. Y a pesar del «giro hacia el este» de Putin, Rusia desempeñará un papel relativamente menor en Asia, donde sus intereses son en gran medida económicos: vender armas y tecnología energética, y alentar (probablemente en vano) a los países asiáticos a que inviertan en sus regiones ricas en recursos, pero muy subdesarrolladas, de Siberia y el Extremo Oriente ruso.

Así pues, las tendencias actuales parecen sugerir que, a lo largo de las siguientes décadas, lo más probable es que el sistema internacional sea bipolar, aunque con otros actores poderosos, como la Unión Europea, Rusia, Japón y la India (pese a que incluso estos probablemente se alinearán con Estados Unidos o con China, ya sea total o parcialmente), y que esta sea una bipolaridad asimétrica, en la que Estados Unidos seguirá siendo más poderoso que China.

BBVA-OpenMind-Libro 2018-Perplejidad-Storey-China-Las ciudades chinas reflejan la rápida modernización que la nación experimenta.
Las ciudades chinas reflejan la rápida modernización que la nación experimenta.
 

¿Cómo se llevarán Estados Unidos y China en esta nueva era de bipolaridad?

En la actualidad, las relaciones entre China y Estados Unidos son estables en general, de cooperación y productivas. Al contrario que las mantenidas entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría, las relaciones entre Estados Unidos y China están apuntaladas por elevados niveles de interdependencia económica (en 2016, el valor del comercio de bienes y servicios estadounidenses con China ascendió a casi 650.000 millones de dólares), y aunque China está modernizando rápidamente sus fuerzas armadas, no existe una «carrera armamentística» entre los dos países ni una competencia ideológica abierta. Ambas naciones reconocen la importancia vital de mantener y fortalecer una relación estable, de forma que puedan evitar una fuerte competencia por la seguridad, y trabajar juntos para abordar una serie de problemas mundiales que suponen un desafío para ambos, como el terrorismo, impedir la difusión de armas de destrucción masiva y luchar contra el cambio climático.

Pese a ello, la relación está ensombrecida por suspicacias mutuas, problemas que vienen de lejos y áreas de conflicto potencial.

A Estados Unidos le preocupa que el objetivo final de China sea asentar un orden sinocéntrico en Asia en el que Estados Unidos desempeñaría solo un papel mínimo o nulo. Tal y como se ha apuntado anteriormente, en China existe una percepción generalizada y arraigada de que Estados Unidos trabaja activamente para evitar el poder y la influencia crecientes de China mediante una política de contención. Estados Unidos (especialmente bajo la presidencia de Trump) ha acusado a China de practicar políticas económicas mercantilistas, de manipular divisas y de involucrarse en ciberataques y actos de espionaje a gran escala. El presidente Trump ha amonestado a los líderes chinos por no hacer lo suficiente por controlar las ambiciones nucleares y balísticas de Corea del Norte. Por su parte, China acusa con frecuencia a Estados Unidos de hipocresía y de un doble rasero por interferir en las disputas territoriales y marítimas en Asia, por incitar a las fuerzas separatistas en zonas como el Tíbet, Xinjiang, Taiwan y Hong Kong, y por intentar socavar al PCCh mediante la «evolución pacífica» y las «revoluciones de colores».

En los últimos años ha habido la sensación palpable, tanto en Washington como en Beijing, de que a menos que los dos países superen las suspicacias mutuas y gestionen sus diferencias de forma más eficaz, se deslizarán inexorablemente hacia una competencia estratégica abierta.

En Estados Unidos (aunque quizá menos en China) se ha debatido mucho sobre si los dos países pueden evitar la llamada «trampa de Tucídides». Este problema en el ámbito de las relaciones internacionales toma su nombre del historiador ateniense del siglo V a. C., autor de la obra Historia de la guerra del Peloponeso, crónica del conflicto entre Esparta y Atenas en 431-404 a. C. En ella, Tucídides señala que fue el poder creciente de Atenas y el miedo que esto provocaba en Esparta lo que hizo inevitable la guerra entre ambas. Algunos expertos han sugerido que en el siglo XXI se puede reemplazar a China por Atenas y a Esparta por Estados Unidos.

El principal defensor de esta teoría es el académico estadounidense Graham Allison, que argumenta que, aunque la guerra entre Estados Unidos y China no es inevitable, es «más que probable».19 Allison basa esta afirmación en investigaciones históricas que muestran que en doce de dieciséis casos a lo largo de los últimos quinientos años (como Gran Bretaña y Francia en el siglo XIX, Japón y Rusia, y Gran Bretaña y Alemania, antes de la Primer Guerra Mundial, y Estados Unidos y Japón antes de la Segunda Guerra Mundial), cuando una potencia en auge ha retado a otra ya establecida el resultado ha sido la guerra. En opinión de Allison, la creciente sensación de confianza en sí misma de Atenas y de superioridad, y su deseo de modificar la estructura de poder existente (pese a que se había beneficiado enormemente de ella), fue lo que condujo a Esparta a sentir miedo y reforzó su determinación de defender el statu quo. Allison argumenta que en la actualidad se está dando una dinámica similar entre China y Estados Unidos.

¿Capta con precisión la trampa de Tucídides la trayectoria actual y futura de las relaciones entre China y Estados Unidos? Para poder abordar esta cuestión debemos hacernos dos preguntas adicionales: ¿está China decidida a retar a Estados Unidos?, y si es así, ¿dispone de la capacidad para hacerlo con éxito?

El orden internacional actual fue creado por los vencedores (con Estados Unidos ejerciendo una influencia decisiva) al final de la Segunda Guerra Mundial. Aunque China era un aliado, su puesto en la Organización de las Naciones Unidas, recién creada, lo ocupó la República de China (cuyo gobierno había huido a Taiwan en 1949, tras su derrota final en la guerra civil china). La República Popular China no tomó posesión de su sillón en la Organización de las Naciones Unidas hasta 1972, cuando se encontraba inmersa en la Revolución cultural, que cambió por completo la política exterior del país. No fue hasta el final de la Revolución cultural en 1976 y hasta que Deng Xiaoping adoptó las reformas económicas en 1978, cuando China empezó a trabajar dentro del sistema en lugar de contra él. Desde la crucial decisión de Deng Xiaoping, China se ha beneficiado inmensamente del orden mundial actual, pasando de ser un Estado regional empobrecido a erigirse en una protosuperpotencia en menos de cuatro décadas.

Como beneficiaria del orden mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial (pese a llegar más tarde), parecería tener poco sentido que China buscara derrocarlo. (Rusia, por otro lado, no se considera una beneficiaria -—sino, de hecho, más bien una víctima-— y parece más dispuesta a desafiar abiertamente el orden global, en particular en Europa.) Sin embargo, tal y como queda claro en sus palabras y acciones, Beijing no está satisfecho con ciertos aspectos del orden mundial y busca revisarlos para que sirvan mejor a sus propios intereses. Como ha argumentado el profesor chino Zhao Suisheng, China está descontenta con el orden internacional actual porque:

[…] las normas representan básicamente valores occidentales y, dadas las divergencias políticas y culturales, China considera que muchas de estas normas son injustas y poco razonables […] Bajo el orden actual, China no ha obtenido unos derechos ni un poder en su discurso que puedan igualar su fuerza y su influencia. Por lo tanto, Beijing quiere cambios, pero está constreñido por Washington.20

Un buen ejemplo es la insatisfacción que exhibe con respecto a la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CNUDM) de 1982, un régimen internacional que regula los espacios oceánicos del mundo. En la década de 1970, China ayudó a negociar la CNUDM, y en 1996 la ratificó. Sin embargo, en los últimos años ha cuestionado algunos de sus principios. China ha argumentado que sus reclamaciones de «derechos históricos» sobre los recursos vivos y no vivos del mar de la China Meridional (representado en los mapas chinos con la llamada «línea de los nueve puntos», que ocupa alrededor del 80 por ciento de dicho mar) tienen prioridad sobre la CNUDM, una postura que la mayoría de los juristas especializados en derecho internacional encuentran indefendible. Cuando en 2013 se constituyó, a petición de Filipinas, un tribunal internacional de arbitraje relativo a la CNUDM para cuestionar las peticiones de China, Beijing rehusó participar en el proceso, y cuando los jueces desestimaron por completo sus reclamaciones de «derechos históricos» en julio de 2016, China rechazó airadamente el veredicto y rehusó acatarlo.21 China, junto con una docena de países más, también rechaza el derecho de que marinas extranjeras lleven a cabo maniobras militares y actividades de vigilancia (espionaje) en la zona económica exclusiva (ZEE) de doscientas millas náuticas desde su costa, incluso pese a que muchos países (entre ellos Estados Unidos, que ha firmado, pero no ratificado, la CNUDM) lo consideran permisible en virtud del acuerdo, y la marina china también realiza en la ZEE las mismas actividades de otros estados con costa, incluidos Estados Unidos y Japón. China también ha sido acusada de violar regímenes de comercio internacional y de aprovecharse de la actitud receptiva de las economías occidentales mientras limita el acceso de las empresas occidentales a su propio mercado.

La relación bilateral clave del Siglo XXI es la existente entre China y Estados Unidos.

Sin embargo, tal y como admiten Zhao Suisheng y otros, China sigue siendo un importante beneficiario del orden mundial y, por lo tanto, se la debería considerar más como una reformadora que como una destructora. Para un país cuyo poder y talla internacional están creciendo, esto difícilmente podría suponer una sorpresa.

La remodelación del orden internacional quizá empiece en Asia, donde abundan las pruebas de que la ambición última de China consiste en ser la mayor potencia de la región. Pero para conseguir ese objetivo, parece improbable que China desafíe directamente a la máxima potencia actual, Estados Unidos. Después de todo, incluso si aceptamos el argumento de que el poder de Estados Unidos está en declive (ya sea en relación con otros países o de forma absoluta), sigue siendo una superpotencia global sin rival; tiene la mayor economía del mundo. Estados Unidos posee las fuerzas armadas más poderosas y es el único país capaz de proyectar un enorme poder por todo el planeta; y el gobierno estadounidense puede ejercer una influencia política internacional como ninguna otra nación. Asimismo, la necrológica de Estados Unidos como potencia mundial se ha escrito demasiadas veces desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y pese a ello siempre ha demostrado una destacable capacidad de autorrenovación. China ha estudiado detenidamente las razones por las cuales la URSS se desmoronó (una corrupción burocrática sistémica, unas provincias descontentas, unos gastos en defensa insosteniblemente elevados y un crecimiento económico débil) y se las ha tomado en serio.

Sin embargo, mientras China busca evitar desafiar frontalmente a Estados Unidos, trabaja con tesón para debilitar su poder e influencia en Asia. Lo hace intentando apartar a algunos países asiáticos del sistema de alianzas de Estados Unidos (los cimientos del poder estadounidense en Asia), creando alternativas a las instituciones encabezadas por Estados Unidos -—como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (BAII) y la Asociación Económica Integral Regional, una competidora del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica-— y utilizando su creciente poder económico y sus iniciativas regionales, como la Iniciativa del Cinturón y Ruta de la Seda, para presionar a ciertos estados de la región para que adopten políticas que no perjudiquen los intereses de China.

Incluso aunque el objetivo a largo plazo de China sea el de crear un orden sinocéntrico en Asia, ¿es esta ambición factible?

No cabe duda de que el progreso de China desde 1978 ha sido por lo menos notable, pero sigue siendo una pregunta abierta si su larga racha de crecimiento económico puede mantenerse. Las tasas de crecimiento de dos dígitos de las que China ha disfrutado durante varias décadas son ahora cosa del pasado y, tal y como se ha apuntado anteriormente, el crecimiento del PIB se ha ralentizado hasta alcanzar el 6-7 por ciento (el mínimo, tal y como lo ven los chinos, para conseguir sus objetivos de desarrollo). Además, la economía china se enfrenta a infinidad de problemas graves, como unos niveles de deuda crecientes, un exceso de capacidad industrial, la fuga de capitales y lo que los economistas llaman la «trampa de los ingresos medios» (en que los ingresos de un país alcanzan un cierto nivel que luego no consigue aumentar). Abordar estos problemas requerirá reformas serias; reformas que podrían conducir a la pérdida masiva de puestos de trabajo, conflictividad industrial e inestabilidad política. Por si eso no resultara lo suficientemente desalentador, otros problemas graves también podrían limitar las perspectivas de crecimiento económico de China. Estos incluyen problemas demográficos (la población del país, que está envejeciendo a marchas forzadas, sugiere que China podría envejecer antes de hacerse rica), problemas medioambientales (contaminación, deforestación, desertificación, disminución de la tierra cultivable y graves déficits de agua), la corrupción endémica y los conflictos étnicos en zonas como el Tíbet y Xinjiang. Paradójicamente, a medida que ha aumentado la confianza de China en sí misma en la escena mundial, se ha vuelto más insegura en el plano interno, lo que ha dado como resultado un creciente autoritarismo bajo la presidencia de Xi Jinping y severas restricciones sobre la sociedad civil e internet. Aunque China es ahora el segundo Estado del mundo que más gasta en defensa, lo gasta aún más en seguridad interior que en defensa exterior; se trata de un claro indicio de dónde percibe el gobierno chino que residen las principales amenazas. Tal y como ha apuntado Susan Shirk, el Partido Comunista Chino «considera que su control del poder es sorprendentemente frágil».22

Aparte de los abrumadores desafíos internos a los que se enfrenta China, sus ambiciones de situarse en la cúspide de la pirámide de poder de Asia se enfrenta a la oposición de los estados que se encuentran por debajo de ella, muchos de los cuales están enfrascados en disputas territoriales y marítimas aparentemente insolubles con China. Esta disputa a Japón su soberanía sobre un pequeño grupo de atolones en el mar de China Oriental, conocidos como las islas Senkaku por los japoneses y como las islas Diaoyu por los chinos. Una intensificación de la disputa desde 2010 (que ha incluido escaramuzas entre los guardacostas de ambos países) ha llevado las relaciones sinojaponesas a sus niveles más bajos desde que fueran restablecidas en 1972. Los legados no resueltos de la agresión japonesa a China durante la década de 1930 y de la Segunda Guerra Mundial siguen envenenando las relaciones. Tokio y Beijing compiten intensamente por la influencia en el Sudeste Asiático e incluso en África. De todos los países asiáticos, Japón es el que menos aceptará un orden sinocéntrico.

China pasó de ser un Estado regional empobrecido a erigirse en un protosuperpotencia en menos de cuatro décadas.

La India, que es la otra gran potencia asiática en expansión, mantiene disputas fronterizas con China que casi hicieron que ambos países entraran en guerra en agosto de 2017. Nueva Delhi también está irritada por el apoyo económico y militar de Beijing a su rival, Pakistán. Aunque el comercio está aumentando entre ambos países, siguen siendo rivales geopolíticos con unos bajos niveles de confianza mutua.

En el mar de China Meridional, Beijing mantiene disputas jurisdiccionales territoriales y marítimas superpuestas con Vietnam, Malasia, Filipinas, Brunei e Indonesia. Ello ha generado tensiones durante décadas y ha tensado las relaciones de China con la principal comunidad diplomática de la región, la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ANSA, más conocida como ASEAN, por sus siglas en inglés), además de con otros actores importantes en la disputa, como Estados Unidos y Japón. No se prevé una resolución a corto plazo del conflicto.

El vertiginoso crecimiento económico de China ha beneficiado a todos los países de la región, y seguirá haciéndolo en el futuro próximo. Pero el creciente poder militar de China y sus opacas intenciones han provocado una considerable preocupación en las capitales de la región, alimentando la incertidumbre estratégica, el temor a los peores escenarios posibles y un incremento de los gastos en defensa.

Ser un líder requiere el poder de atraer seguidores. Pocos, por no decir ninguno, de los países asiáticos parecen sentirse cómodos con la perspectiva de un orden sinocéntrico, y es probable que trabajen en su contra, principalmente en cooperación con Estados Unidos y, si faltaba el liderazgo de este país, entonces entre ellos.

Conclusión

Más de veinticinco años después del final de la Guerra Fría, ya no es realista describir la época en que vivimos como la era posterior a la Guerra Fría. Esa era (en retrospectiva, una época dorada marcada por un crecimiento económico sostenido en muchas regiones, la caída de regímenes autoritarios y la expansión de la democracia, la proliferación de foros de cooperación multilaterales y una estabilidad general en el sistema internacional), ciertamente, ya ha pasado por completo. Ahora estamos viviendo en la era post-post-Guerra Fría, aunque es indudable que los historiadores futuros le encontrarán un término más breve.

Portadas de revistas con el presidente de Estados Unidos Donald Trump y el presidente chino Xi Jinping se exhiben en un quiosco de prensa en Beijing.
Portadas de revistas con el presidente de Estados Unidos Donald Trump y el presidente chino Xi Jinping se exhiben en un quiosco de prensa en Beijing.

Esos mismos historiadores podrían muy bien identificar la crisis financiera de 2007-2009 como el acontecimiento que marcó un punto de transición crítico de una era a la siguiente: el momento histórico, que marcó el declive sistémico de Estados Unidos como la única superpotencia y la llegada de China como el aspirante hegemónico.

Por supuesto, el futuro de Asia dista mucho de estar escrito; y, tal y como se ha argumentado en este ensayo, aunque el ascenso de China ha sido ciertamente destacable, su poder futuro no debería exagerarse. China se enfrenta a multitud de duros desafíos económicos, demográficos, medioambientales e incluso políticos que podrían, en conjunto, obstaculizar su trayectoria ascendente. De forma parecida, resultaría igualmente erróneo exagerar los problemas de Estados Unidos y redactar su necrológica como la mayor potencia del mundo.

La capacidad y la voluntad de Estados Unidos para seguir liderando el orden global están siendo cuestionadas.

Sin embargo, está claro que en la actualidad nos enfrentamos a un entorno internacional más complejo, disputado y fluido que en ningún otro momento desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Caracterizado, sobre todo, por la incertidumbre y el recelo. La capacidad y la voluntad de Estados Unidos para seguir liderando el orden global están siendo abiertamente cuestionadas, sobre todo desde que el presidente Trump accedió a la Casa Blanca. China podría muy bien usar esta oportunidad para perseguir de forma más decidida sus ambiciones en Asia, incluida la creación de un orden sinocéntrico en el que Beijing use la coacción económica y militar para forzar a sus países vecinos a situar los intereses de la República Popular China por delante de los suyos. Si el objetivo de China es realmente echar a Estados Unidos de Asia, ¿puede esto conseguirse gradual y pacíficamente o se verán abocados al conflicto la potencia emergente y la establecida?

En vista del poder destructivo del armamento actual y de la perturbación económica mundial que traería consigo una guerra en el Pacífico, a ningún país le interesa ver a Estados Unidos y China embarcarse en una espiral de rivalidad estratégica. Lo que atenúa el riesgo de que se dé este escenario son los elevados niveles de interdependencia económica entre los dos países y la existencia de armas nucleares. Pese a ello, si Estados Unidos y China quieren evitar la trampa de Tucídides, se verán forzados a hacer concesiones y llegar a acuerdos difíciles. Si existirá la sabiduría política para hacerlo es algo que está por ver, pero será uno de los asuntos que definirán la primera mitad de este siglo.

Notas

1 R. Kagan (2017), «Backing into World War III», Foreign Policy, 6 de febrero de 2017, disponible en http://foreignpolicy.com/2017/02/06/backing-into-world-war-iii-russia-china-trumpobama/.

2 F. Fukuyama (1989), «The End of History?», The National Interest, núm. 16 (verano de 1989).

3 C. Krauthammer (1990), «The Unipolar Moment», Foreign Affairs, vol. 70, núm. 1 (18 de septiembre de 1990), disponible en www.foreignaffairs.com/articles/1991-02-01/unipolarmoment.

4 Citado en J. Goldberg (2016), «The Obama Doctrine», The Atlantic, abril de 2016, disponible en www.theatlantic.com/magazine/archive/2016/04/the-obama-doctrine/471525/.

5 «Angela Merkel: EU Cannot Completely Rely on US and Britain Anymore», The Guardian, 28 de mayo de 2017.

6 Véase «The World Bank in China», disponible en www.worldbank.org/en/country/china/overview.

7 Military and Security Developments Involving the People’s Republic of China 2015. Annual Report to Congress, Office of the Secretary of Defense, Washington D.C., 2016; SIPRI military expenditure database, disponible en www.sipri.org/research/armaments/milex/milex_database.

8 «China to Increase Defence Spending by “7-8%” in 2016 – Official», The Guardian, 4 de marzo de 2016, disponible en www.theguardian.com/world/2016/mar/04/chinato-increase-defence-spending-by-7-8-in-2016official.

9 Military and Security Developments, p. 43.

10 «China Wants Peace But Will Fight for its Territory: Xi», Straits Times, 2 de agosto de 2017.

11 B. Lo, Russia and the New World Disorder, Londres y Washington D.C., Chatham House and Brookings Institution Press, 2015, p. 49.

12 SIPRI military expenditure database, disponible en www.sipri.org/research/armaments/milex/milex_database.

13 Palabras del secretario de Estado, Rex Tillerson, en una rueda de prensa, sala de información a la prensa, Washington D.C., 1 de agosto de 2017, disponible en www.state.gov/secretary/remarks/2017/08/272979.htm; «Trump Blames Congress for Poor U.S. Relations With Russia», New York Times, 3 de agosto de 2017, disponible en www.nytimes.com/2017/08/03/us/politics/trump-twitter-congress-russia.html.

14 «Nato Says Russia Ties Most “Difficult” since Cold War», Straits Times, 4 de agosto de 2017.

15 «Trump Signs Russia Sanctions Bill, Moscow Calls It “Trade War”», Reuters, 2 de agosto de 2017.

16 D. Trenin, Should We Fear Russia?, Cambridge (Reino Unido), Polity Press, 2016, p. 4.

17 Declaraciones a la prensa tras conversaciones ruso-chinas, 25 de junio 2016, página web del presidente de Rusia, http://en.kremlin.ru/events/president/transcripts/17728.

18 «China, Russia Sign Joint Statement on Strengthening Global Strategic Stability», Xinhua, 26 de junio de 2016; Declaración de la Federación Rusa y de la República Popular China sobre la Promoción del Derecho Internacional, 25 de junio de 2016.

19 G. Allison (2015), «The Thucydides Trap. Are the U.S. and China Headed for War?», The Atlantic, 24 de septiembre de 2015, disponible en www.theatlantic.com/international/archive/2015/09/united-states-china-warthucydides-trap/406756/.

20 Z. Suisheng (2017), «China, US Can Jointly Shape International Order», Global Times, 8 de agosto de 2017.

21 I. Storey (2016), «Assessing Responses to the Arbitral Tribunal’s Tuling on the South China Sea», ISEAS Perspective, núm. 43 (28 de julio de 2016), disponible en www.iseas.edu.sg/images/pdf/ISEAS_Perspective_2016_43.pdf.

22 S. Shirk (2017), «Trump and China. Getting to Yes with Beijing», Foreign Affairs, marzo-abril de 2017, disponible en www.foreignaffairs.com/articles/2017-02-13/trump-and-china.

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Asia y el nuevo (des)orden mundial
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